Las elecciones locales realizadas en las últimas semanas en varios distritos de país, incluyendo la ciudad de Buenos Aires, han llamado la atención de los analistas por la alta tasa de abstención registrada, poco común desde el establecimiento del voto obligatorio en 1912.
Por entonces existía, si, cierta abulia electoral, lo que explica la recordada exhortación presidencial: “¡Quiera el pueblo votar!”. En realidad, en aquella época tal pasividad era explicable: todavía no habíamos pasado totalmente de la república de notables a la democracia de masas, y la gente no tenía claro en qué medida o sentido un voto podía alterar sensiblemente su circunstancia vital.
Con el tiempo, la disposición a sufragar fue creciendo hasta oscilar, en la segunda mitad de siglo XX, en torno o por encima del 80 % del padrón. Quizás las reiteradas interrupciones del ejercicio del voto por obra de los regímenes de facto operaron como acicate para la ciudadanía una vez concluida la vigencia de los mismos.
Es cierto que la legislación electoral contemplaba una serie de sanciones para los abstencionistas no justificados, pero tales apercibimientos resultaron cada vez menos relevantes y, ciertamente, no lograron amortiguar significativamente el pronunciado abandono de las urnas en 2001 y el presente año. Debe tenerse en cuenta que el voto en blanco, aunque admitido por la ley, no deja de expresar, en muchos casos, una rebeldía pareja a la de la no concurrencia. Si dejamos de lado el voto peronista de 1957, obligado por la proscripción a proclamar de esa manera sus preferencias reales, normalmente el voto negativo puede sumarse, sociológicamente, a la abstención en punto a patentizar una desafección radical hacia el sistema o, al menos, hacia las formas concretas en que tal sistema se encuentra operando en ese momento.
Diversos politólogos, economistas y sociólogos se han inclinado sobre este fenómeno tratando de desentrañar su sentido profundo. Rosanvallon, Bauman, Crouch, Galbraith, entre otros. Se contempla la posibilidad de que, en ciertos países de alto nivel de vida y en los que la oferta electoral no presenta amenazas potenciales para tal prosperidad, escaseen los incentivos para votar. Se trata de las democracias aburridas. Inversamente, en otros, en que la miseria se ha instalado estructuralmente, domina la convición de que ninguna alternativa partidaria pueda cambiar el statu quo.
INDICIOS PREOCUPANTES
En nuestro país y en nuestro tiempo, después de estallar en las urnas la protesta generalizada de 2023, estamos comenzando a ver indicios preocupantes en las elecciones provinciales del año en curso. Es muy probable que, dado el estado de ánimo que traducen y el hecho de que la próxima consulta sea de carácter legislativo y no ejecutivo, el desinterés sea marcado.
Ello conduciría a un arranque complicado para el proceso electoral que desembocará en el ’27. Si perduran ciertos rasgos negativos del actual panorama económico, tales como la falta de inversión, el congelamiento del poder de compra y la tendencia creciente hacia una dualización
de la sociedad, los futuros comicios presidenciales pueden llegar en un clima de resignación o de drama.
Y de ellos puede resultar sea una abstención mayor, sea el surgimiento de otro outsider, esta vez de izquierda.