El latido de la cultura

La fatiga

Ya no había excusas. Agotados todos los pedidos de prórroga, en el horizonte, como una porción de tierra a lo lejos, se divisaba el plazo final de entrega: la fecha hacia la que remaba. Debía entregar el trabajo final de maestría, mi tesis, que venía procastinando desde hace meses. Porque como Bartleby, "prefería no hacerla'' y me colgaba de excusas.­

Hay un dicho en la educación superior: "El estudiante de una carrera de grado abandona los estudios cuando no comprende el sistema universitario. El estudiante de posgrado abandona cuando llega el momento de escritura de la tesis''. Al parecer, apenas poco más del veinte por ciento de los estudiantes de maestría llega a concluirla. Una noche, atacado por los nervios, le confesé a mi mujer que me bajaba del barco, que largaba todo y pasaba a integrar el porcentaje de los que no entregaban. No sé qué motivo me hizo recular. Creo que fue su silencio.­

Y así es como encaré mi trabajo de investigación académica. Dejé pasar las fiestas y durante los primeros días del año, mientras las masas migraban hacia la costa, me senté con lo que ya tenía escrito. Hablé con mi esposa y le rogué que me acompañara durante el proceso, que cuidara de nuestros hijos y que se ocupara de la casa. También hablé conmigo mismo. Soy un tipo diletante, disperso y disgresivo. No tengo lo que se necesita para el rigor académico pero recordé aquello de la espada, la pared y otro refrán, uno que suele repetir mi padre: `o mangi questa minestra o salti dalla finestra'. Me propuse separar todo aquello que pudiera distraerme y no frenar hasta terminarla. Tenía tiempo hasta el 5 de marzo.­

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LEJOS DEL MUNDO­

Los dos meses que me llevó escribir la tesis fueron una época difícil de describir. Un tiempo en el que apagué el mundo, una especie de lapsus continuo en el que no distinguía demasiado entre el día y la noche porque escribí indistintamente a las dos de la tarde -a pleno rayo de sol, con el aire acondicionado al máximo- o a las dos de la mañana, encerrado en un pequeño cuarto afuera de la casa y acompañado por un paquete de tabaco, una botella de agua y por el silencio sepulcral de las madrugadas de mi barrio. Apagaba la computadora y me iba a dormir solamente cuando llegaba a la cantidad de páginas que me imponía escribir cada día. A veces aprovechaba el envión y seguía de largo toda la noche. Me acostaba al alborear y le dejaba una nota a mi mujer para que me dejara dormir hasta tarde al día siguiente, gracias a que mi trabajo como docente me permite un tiempo alejado de las aulas durante buena parte del verano.

Cuando me despertaba, cerca del mediodía, café, una fruta y de vuelta al cuartito. Para no enloquecer, todos los días a las siete de la tarde salía a trotar media hora. Mientras corría escuchaba música clásica. Pensaba en mis amigos Luciano y Verónica, a quienes les dedicaba mi esfuerzo.­

Recuerdo que una mañana me levanté a las cinco y rompí el reglamento. Me subí al auto y mientras comenzaba a amanecer manejé sin rumbo fijo hasta detenerme en un local de comidas rápidas donde me pedí un café y un tostado. Desayuné dentro del auto y me quedé mirando cómo un nuevo día arrancaba. Me sentí un pescado que había subido a la superficie en busca de una bocanada de oxígeno.­

Después de sesenta días de intenso trabajo finalmente terminé mi tesis, que defendí con éxito el pasado martes. Se siente bien vencer a la fatiga. Pero después, aparece un vacío, un cansancio que baja después de tanta tensión. Hasta que uno se impone un nuevo objetivo y la rueda comienza a girar nuevamente. Un poco de eso se trata.­