El dilema entre ética y política

¿Debe el político renunciar a todo "deber ser" y guiarse por el modo en que viven los hombres y sus demandas?

Por Carlos Daniel Lasa * 

La concepción del Estado moderno ha criticado la filosofía política clásica tildándola de idealista. En este sentido, esta se ha ocupado de determinar qué es la vida buena y qué la buena sociedad. Pero este enfoque supone un determinado criterio valorativo muy diferente al que rige nuestra sociedad actual. Según el pensamiento historicista dominante, por ejemplo, no es posible plantear la cuestión de la buena sociedad ya que no existe ninguna verdad ni bien por encima de la historia. Todo es histórico, incluidas las categorías que los hombres utilizamos para pensar, hablar y construir nuestro mundo valorativo.
Pero entonces, ¿puede pensarse una política carente de fines? La ausencia de bienes objetivos ha generado una dispersión valorativa incapaz de guiar la acción del Estado moderno.
Sigue en pie la pregunta: ¿cómo gestionar una acción política a partir de una anomia de valores?

¿SALVAR EL ALMA O LA CIUDAD?

Siempre dentro de la lógica del Estado moderno y su consecuente división entre política y sociedad, cuando alguien decide asumir la "profesión" de político debe hacer una opción. O salvar su alma, o salvar la ciudad. El político moderno casi siempre se decide por la segunda.

Expresa Weber: "El que obra de acuerdo a la ética de la responsabilidad tiene que responder de las consecuencias principales de la propia acción" ("La política como profesión"). Esto supone, a juicio de Weber, que debe hacerse cargo de los problemas reales del mundo humano atravesados por una irracionalidad dentro de la que conviven el bien y el mal. Sin embargo, cabría formularle a Weber cuáles serían esos problemas reales del mundo humano.

En el caso de Argentina, me pregunto, cuáles serían los problemas reales: ¿la producción sojera, las finanzas, o brindar a todos los ciudadanos una educación de excelencia que les permita la liberalidad de sus almas? Es decir, qué es lo que estamos buscando primero: las riquezas o la virtud a partir de la cual comienzan a derramarse todos los demás bienes (tengo presente la "Apología de Sócrates" de Platón).

La pregunta sucedánea que le surge a un filósofo es esta otra: cómo se vino a producir esta disociación entre el Estado y la ética de los bienes.

Hobbes, el fundador del Estado moderno, consideraba que el hombre no podía conocer la naturaleza. No podía saber qué eran las cosas ni para qué estaban. El hombre debía limitarse a saber solo de aquello que podía fabricar (una de esas cosas era el Estado moderno).

Si, entonces, no podía conocerse la naturaleza de algo, el Estado creado por el hombre era final y totalmente soberano: él mismo determinaba su propio fin. La acción política ya no estaría determinada por un propósito moral, ni por un fin a alcanzar surgido de la misma naturaleza, sino por la necesidad. En su acción, el gobernante no va a atender a la virtud de la justicia, sino a las demandas de la sociedad, las cuales deberán ser satisfechas en proporción directa al quantum de poder que las respalden.

"ETICA DE LA RESPONSABILIDAD"

Dentro de este contexto, la acción del político moderno debe seguir los cánones de lo que Max Weber denomina ética de la responsabilidad, renunciando a toda ética de las convicciones que eventualmente el funcionario pudiera sostener.

El político debe renunciar a todo "deber ser", guiarse por el modo en que viven los hombres, y ocuparse solo de satisfacer sus demandas. Esta política "realista" debe renunciar a cualquier filosofía política que esté guiada por ideales: su único "ideal" es ajustar la acción política a las preferencias de los ciudadanos, de suyo volátiles y tiranas.

Y así como la prioridad de las demandas sociales depende del grado de poder que tengan quienes las exigen, del mismo modo el Estado no se fundará en la justicia sino en el monopolio del uso de la fuerza para imponer su agenda de gobierno. El Estado, nos dice Weber, no es sino "una relación de personas sobre personas que se apoya en la violencia como medio" ("La política como profesión").

Recuerdo, al respecto, la tesis de Trasímaco en la "República" de Platón cuando afirmaba que la justicia era siempre lo que convenía al más fuerte. Es la misma tesis que alienta al Estado moderno: la fuerza como razón.

Por eso escribía Aurelio Agustín: "Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas de ladrones a gran escala? Y estas bandas, ¿qué son sino reinos en pequeño? Son un grupo de hombres, se rigen por un jefe, se comprometen en pacto mutuo, reparten el botín según la ley por ellos aceptada. Supongamos que a esta cuadrilla se le van sumando nuevos grupos de bandidos y llega a crecer hasta ocupar posiciones, establecer cuarteles, tomar ciudades y someter pueblos: abiertamente se autodenomina reino (...) Con toda finura y profundidad, un pirata caído prisionero le respondió al célebre Alejandro Magno. El rey en persona le había preguntado: "¿Qué te parece tener el mar sometido al pillaje?". "Lo mismo que a ti -respondió- el tener el mundo entero. Solo que a mí, como trabajo con una ruin galera, me llaman bandido, y a ti, por hacerlo con toda una flota, te llaman emperador" (De Civitate Dei).

EL ESTADO MODERNO

Lo que he descripto responde a la configuración del Estado moderno. Y frente a quienes han decidido ocuparse de la política sin tener capacidad ni preparación, todos aquellos otros que adhieren a una ética de la convicción se preguntan si les sería posible participar en ese ámbito sin renunciar a sus principios. Weber es claro al respecto: todo profesional de la política debe dejar, antes de entrar por su puerta, cualquier ética de la convicción. Debe saber, además, que todo conflicto entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción se resuelve en favor de la primera.

Desde su origen mismo, el Estado moderno se ha planteado como una entidad con un dinamismo propio, al margen de toda exigencia moral que surja de la naturaleza o del decálogo. De allí que el ciudadano del Estado moderno no pueda reconocer a otro señor más que a este. Refiere el gran filósofo de la política, Leo Strauss: "La actitud de Hobbes hacia la religión positiva fue siempre la misma: la religión debe servir al Estado y debe ser valorada o desdeñada de acuerdo con los servicios o prejuicios producidos al Estado" (La filosofía política de Hobbes. Su fundamento y su génesis).

ACTO DE PRUDENCIA

A esta altura me sigo preguntando cómo debiera obrar el hombre guiado por principios morales surgidos de la naturaleza o del decálogo.

Creo que esta persona debiera tener en claro, en primer lugar, las bases sobre las que está asentado el Estado moderno, y que son las que ya he referido. Dentro de este encuadre que, hoy por hoy, es casi hegemónico en Occidente, deberá decidir, y esta decisión dependerá de un acto de prudencia.
Por eso, caben dos respuestas. Para algunos, les resultará imposible, a partir de los principios que configuran el Estado moderno, encontrar vías adecuadas para concretar algunos fines propios derivados de una ética natural o revelada. Otros, contrariamente, pensarán que dentro de la lógica del Estado moderno pueden existir vías que, en parte, permiten vehiculizar algunas acciones justas.

Se trata, por eso, de un verdadero dilema. Y estoy frente a un dilema ya que ninguna de las dos respuestas resulta concluyente (como puede ser, por ejemplo, la conclusión que se desprende de dos premisas necesarias: Todo hombre es mortal / Sócrates es hombre / Luego: Sócrates es mortal).
Es decir, en el segundo caso, mi aceptación a ejercer la política dependerá de un acto prudencial que estará en estrecha relación a un escenario contingente. Esto significa que estoy pisando el terreno de las acciones libres de los hombres, las cuales no sabremos cómo habrán de desplegarse en el futuro. Toda una apuesta.


* Doctor en Filosofía de la Universidad Católica de Córdoba.


 

 

DESTACADO 1
La ausencia de
bienes objetivos
ha generado
una dispersión 
valorativa incapaz 
de guiar la acción
del Estado moderno.


DESTACADPO 2 

Para el historicismo
no es posible plantear
la cuestión de la 
buena sociedad ya 
que no existe ninguna
verdad ni bien por
encima de la historia.