Acuarelas porteñas

Los visitantes

Las renovadas restricciones imperantes y la, cuanto menos, cautelosa población urbana, han instalado otra vez un paisaje cuasi desértico en las calles porteñas. Jóvenes repartidores de viandas en bicicleta, algunos transeúntes que miran desconfiados por sobre descomunales barbijos superpuestos, señoras con el rociador de alcohol en mano, fundamentalistas del distanciamiento que cruzan de vereda ante la visión de otro peatón, regresaron como parte del cotillón pandémico. En materia de movilidad social, también se advierte, con la llegada de los primeros fríos, el retorno de una de las especies más sigilosas: los visitantes. ¿Como se los distingue? Para ello, debo apelar a una anécdota pueblerina de tiempos vacacionales en Salsacate, localidad de la serranía cordobesa donde solía recalar providencialmente, y cuyo hallazgo me brindó un paraíso impensado.

Ubicada al noroeste de Cruz del Eje, y más cercana de las provincias andinas que a la bulliciososa capital provincial, la conocí a comienzos de siglo. A su belleza natural que remite a algunos relatos descriptivos del gran "Manucho" Mujica Láinez, vecino de una finca cercana en la zona, contaba con tres características muy convenientes. Una reducida población estable (medio millar como mucho por aquellos años), distribuida en quintas, casas y residencias, austeras y bellas, y no había sido descubierta por el turismo masivo.

El restante atractivo, más urgente en esa etapa personal, era la posibilidad de pasar algunos días en la imponente mansión que hermoseaban por entonces mis primos, Stella y Fernando. Se trataba de una construcción colonial con diez habitaciones, amplia cocina, una galería de invierno florecida y refrescante, y extensos espacios verdes, al ingreso y detrás, con salida al trasparente río Jaime, cuyo nombre no se vincula en modo alguno con el funcionario kirchnerista hospedado en Ezeiza. La localidad carecía de conexión a internet, y había solo un correcto hotel con una veintena de piezas, sin aire acondicionado.

El microclima hacía que, a lo sumo, ante algunos calores ocasionales, se proveyera de ventiladores. El centro de atención era disfrutar los paisajes, recorrer el Camino del Cóndor, y las reservas naturales de ese oasis en territorio volcánico, por su cercanía a Pocho, estructura geológica que, en este caso, no arengaba multitudes, sino exhalaba fumarolas cada tanto.

En materia gastronómica, un solitario comedor abría en el verano, ubicado junto a un bar de larga data. El local era administrado por Zenón, un cuarentón esmirriado, secundado por clientes deudores, que de tal modo iban saldando cuentas. La población del lugar se ocupaba mayoritariamente en atender la hotelería de Mina Clavero y otros pueblos de Traslasierra, permaneciendo en esos lugares durante la semana, de martes a domingos, viajando en colectivos destartalados, lentos y con innumerables paradas. Muchos también eran cosecheros en las producciones regionales cercanas (nueces, olivo, vid), y pasaban verano o invierno, según correspondiera, en el lugar de trabajo, sin regresar por meses a sus hogares, dejando a sus mujeres a cargo. Allí era donde Zenón se transformaba en lo que podríamos denominar en el léxico de la "nueva normalidad", un trabajador esencial. El hombre abría el bar cerca del mediodía, y luego recorría el pueblo en bicicleta visitando a las damas, matronas y muchachas de la zona, alegrando aquellas extensas lejanías. Con mi primo solíamos ir por el atardecer al boliche de Zenón, quién cuando llegaba, con una amplia y brillante sonrisa, despeinado, nos convidaba un fernet cola, mientras mi familiar lo miraba con cierta ira contenida. "Cada vez que vengo es así.

Dan ganas de borrarle la sonrisa de un cachetazo", afirmaba jocoso con la certeza de quien viajaba todas las semanas del año. "Si querés saber dónde está, buscas la bicicleta estacionada. No hay manzana del pueblo donde no la haya visto", concluía. En el paisaje barrial que me circunda, no veo solo el transporte rodante a pulmón que la pandemia impuso en modo viral, sino también, opulentas motos, camionetas y autos que, en determinados días y horarios, suelen estacionarse en los edificios de la zona, estimo para ejercer ciertas labores similares, que el distanciamiento provoca.

Al fin y al cabo, los visitadores realizan un trabajo social muy necesario en el horizonte deprimente del aislamiento, que Zenón cumplía con ahínco. Regresé al oasis serrano varios años después, cuando ya se había integrado al circuito turístico, con hoteles, restaurantes y bares. Mis primos ya no están allí. Pregunté por Zenón en el bar, y uno de los nuevos dueños me señaló con el dedo índice la plaza principal. En el sector opuesto a la iglesia, se alzaba una sólida y merecida estatua a la bicicleta. En la base del monumento había dos placas, y algunas frases pintadas que preferí no leer.