Pensar el poder

Cualquiera sea la ideología que sostengamos o la cosmovisión de la que partamos al analizar la realidad sociopolítica, podemos coincidir en que vivimos en momentos de cambios culturales. Ante las preguntas sobre cómo se cambia una sociedad o cómo se modifican las conductas de las personas, la respuesta es casi intuitiva: con poder. Como en una suerte de Babel terminológico, se suelen encontrar diversas definiciones, que pueden malinterpretarse.

Algunas definiciones

Una de las definiciones más populares sobre el poder es la acuñada por el alemán Max Weber: “el poder es la probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social, aún contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de la probabilidad”, en cambio, el francés Michel Foucault lo entiende como “lo que reprime. El poder reprime la naturaleza, los instintos, una clase, a los individuos”. La filósofa Hannah Arendt distingue entre poder y violencia. La violencia no es más que un instrumento del poder, por lo que, cuando es efectivo, no ejerce su fuerza. Como dice Ulrich Beck, donde nadie habla de poder, está incuestionablemente ahí.

Siguiendo a Romano Guardini, éste es un fenómeno específicamente humano que se define como “la facultad de mover la realidad”. A partir de sus reflexiones, concluimos que el poder necesita de una idea que lo sustente, pero también de un cuerpo que lo asuma y lo ejerza. Esto no significa que el poder tenga valor por sí mismo. El poder no es ni bueno ni malo, es un medio. El fin perseguido es el que lo dota de sentido. No existe un poder que esté exento de responsabilidad. Esto sucede aunque el actor que lo ejerza no sea consciente de su ejercicio. Es verdad que existen acciones en las que resulta imposible encontrar a un responsable. Ahí el poder es percibido como natural, propio de nadie, propio de todos. El poder sigue encarnado, pero ya “no es ‘alguien’ el que obra, sino una pura indeterminación”. Es importante reconocer que, si cada acción responde a una finalidad, cuando la persona no es consciente del fin que sigue, queda abierta la posibilidad de que esté persiguiendo el objetivo de otro.

Universal y homogeneizante

Otro carácter del poder que explica Guardini es su carácter universal. Inunda todas las actividades y circunstancias de la vida del hombre, aunque parezcan no relacionarse directamente con el sentido del poder. Han Byung-Chul, filósofo contemporáneo nacido en ciudad de Seúl, también afirma que “cuanto más poderoso es el poder, con más sigilo opera”, y agrega que el poder no se opone ni neutraliza a una voluntad, sino que busca conformar al otro. El poder, sigiloso, también asume la sensación de libertad: “La sensación de libertad por parte del súbdito no depende del número de alternativas de las que dispone. Lo decisivo es, más bien, la estructura o la intensidad del ‘sí’ con el que el otro responde al yo. El énfasis del ‘sí’, que genera una sensación de libertad, es independiente de la cantidad de posibilidades para actuar”. Inspirándose en él, pero también superando a Foucault, Han ve a este concepto no como coerción, sino que anterior a ella.

La persona que siente al poder como una imposición, puede oponerse. La que percibe sus mandatos como propios, acciona en favor de él. De esta forma, podría llegarse a un sometimiento disfrazado de autonomía y libertad. El poder no solo es la probabilidad de imponer la propia voluntad sobre el otro, sino que “es la capacidad de recobrarse a sí mismo en el otro”, declara Han.

Totalitarismo de la positividad

Sobre el poder político actual, Francisco de Santibañes resalta que “La naturaleza cosmopolita y universal del liberalismo, y su tendencia a la homogeneización, se vio reflejada en una coalición informal de organizaciones no gubernamentales, académicas y culturales que tiende a ver [al conservadurismo] como una fuente de opresión para millones de personas”. Al modo gramsciano, el poder, representado por el liberalismo progresista —que impone la eliminación de todo tipo de barreras—, se esparce por todos los ámbitos de la vida.

Esto nos lleva a lo que definimos como “totalitarismo de la positividad”. Un totalitarismo en el que la regla es la no oposición. Si la negatividad es lo que impone una fuerza de contrariedad, la positividad asume la sensación de libertad, pero no una libertad ordenada a un bien superior que perfecciona la naturaleza humana, sino una que lleva a la búsqueda de lo fácil, lo que se asimila a lo deseado por las pasiones. La libertad es emparentada con una pasión vacía de sentido. No ser “libre” es verse encadenado por construcciones que nada tienen que ver con la capacidad creadora de realidad del ser humano. El que se opone a este totalitarismo es visto como opresor, lo que lleva al totalitarista al uso de la fuerza —asóciese con las recientes censuras de las redes sociales— En el totalitarismo de la positividad, el poder no radica en el no, sino en el multidireccional, enfático y constante sí.

 

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