El arte presencial es vital

Javier Daulte, reconocido autor y director, reflexiona sobre la importancia del teatro como alimento para el espíritu.

Por Javier Daulte *

El arte en una comunidad cumple al menos tres funciones: entretener, educar y crear lazo social. Las dos primeras resultan medianamente obvias y no me detendré en ellas. Pero la creación artística en su praxis presencial está al servicio de algo que es tan contundente como invisible y que es uno de los fenómenos imprescindibles para el funcionamiento de una sociedad.

Nuestros contratos sociales tradicionales son la familia, el estudio, el trabajo y la actividad cultural. Para decirlo con pocas palabras, son los únicos ámbitos en los que se producen los lazos que tejen la trama de nuestras vidas. Son los ámbitos en los que nuestro universo afectivo y emocional se desarrolla. ¿Pero cuál es la red que crea y teje la actividad cultural, o dicho de manera más directa, el ámbito del arte? Es la red espiritual.

Pero ojo, la espiritualidad no es algo tan abstracto como podría suponerse, sino que es una dimensión más de la persona, como la dimensión biológica o social, y que, junto con el cuerpo, constituye al ser humano. De hecho, es a la espiritualidad a la que se le atribuye la capacidad de sentir y pensar.

ALIMENTO NECESARIO

La praxis del arte es el alimento espiritual de una sociedad. Ir a un concierto, al cine, al teatro, a un museo, a una biblioteca, etc., son prácticas que las sociedades han desarrollado a lo largo de los siglos. Se podría argumentar que la iglesia es la que cumple la función de alimentar espiritualmente a una comunidad. Es muy probable. Pero, aunque la religión siempre estuvo íntimamente ligada a todo tipo de disciplinas artísticas (la música, el teatro, la literatura), no es menos cierto que esa ligazón fue perdiéndose y hoy el arte se ha independizado de toda práctica religiosa y a esta apenas le queda la liturgia y un contenido altamente reiterativo. Por otro lado, la religión es dogmática y el arte no.

Hoy se cree erróneamente (y se pregona de manera incansable) que podemos consumir arte en nuestras casas, a través de internet, o de los libros que tengamos la suerte de tener en nuestras bibliotecas. Pero eso no tiene nada que ver con la praxis artística (de hecho, hablar de consumo al referirnos al arte, es infame). El arte, fuera de su praxis social, no tiene ningún sentido porque su manifestación tiene que ver esencialmente con el encuentro de sujetos disímiles que serán atravesados por esa cosa en común que llamamos manifestación artística. Esta nos enlaza con el otro y nos hace parte de un todo complejo e inspirador.

Por supuesto que puedo gozar de un libro en la soledad de mi casa, pero ese goce es posible hoy porque ayer hubo ese lazo social generado por la praxis presencial del arte que me permitió forjar mi identidad, mi sensibilidad y mis gustos, y que creó las condiciones para que ahora goce de ese libro durante una tarde solitaria. Sería lo que en términos sencillos llamamos compartir la experiencia. A la cancha vamos a apoyar a nuestro equipo y sabemos las emociones que están en juego. Al teatro, al cine, a una sala de conciertos, vamos a obtener un tipo de goce misterioso y, como decía más arriba, indeterminado.

ESPEJOS

El arte en general, y el teatro en especial, es el único territorio donde aquello que nos define como sujetos está en el centro de la cuestión: nuestra subjetividad y nuestro universo emocional. Aún más, es solo en el teatro donde estas facultades preponderan al punto que sería lícito afirmar que es el arte teatral la única disciplina que las legitima. Nuestra subjetividad y nuestro universo emocional son, para toda otra práctica, inservibles. Y está bien que así sea, ya que subjetividad y emoción son herramientas poco recomendables a la hora de impartir justicia, construir puentes o educar a la población.

En la praxis presencial del arte es donde los mecanismos identificatorios, tanto intelectuales como emocionales, se ponen en juego. Y en consecuencia solo es allí donde nuestra singularidad encuentra sus espejos, coincidentes o deformantes. Sin esos espejos identificatorios es altamente probable que nunca sepamos quiénes somos, ni como individuos ni como sociedad.

Es indispensable aclarar que esta reflexión no es solo pertinente para el momento que vivimos, en el que por fuerza mayor no podemos formar parte de la praxis presencial del arte debido a la pandemia. Es algo que viene escaseando desde hace tiempo, y las nefastas consecuencias de esa falta es lo que sumerge a nuestra sociedad en una suerte de peligrosa alienación. En la medida en que no somos parte de una red de lazos creados por la praxis artística, se genera una ansiedad que el capitalismo quiere aplacar, infructuosamente, a través del consumismo salvaje. Los límites cada vez más imprecisos entre plástica y diseño, entre ficción y reality, entre música y ritmo, son la trampa perfecta para que el equívoco se vuelva imperceptible y empezamos a creer que hay algo donde en realidad no hay nada.

CULTURA VIVA

El Estado debe declarar esencial la praxis presencial del arte porque es el único alimento que satisface una suerte de hambre que de otro modo no se saciará más que con violencia (entendiendo el consumismo como una de las formas de la violencia). La cultura es algo vivo y móvil. Es un ejercicio. Y ese ejercicio más que un derecho es una obligación que debe ser estimulada. Si el espíritu fuera un músculo, deberíamos cuidar que no se atrofie. La cultura no es algo que hicieron otros en otras épocas más cultas para que los contemporáneos la observemos con reverencia. Ese es un concepto conservador y retrógrado que lleva a petrificar la sensibilidad y el pensamiento de una sociedad. Y en este momento en que tanto se habla de salud, el ejercicio del arte es más que nunca una medida sanitaria, y es urgente. ¿Por qué, si no, en tantas terapéuticas para distintos tipos de disfunciones psíquicas (las adicciones principalmente) la práctica de una disciplina artística suele ser tan recomendada?

Todos sabemos que se establecen y se seguirán estableciendo protocolos para el funcionamiento de muchas actividades, también para las manifestaciones artísticas. Los distintos ministerios no tienen más remedio que dar la cara y tratar de encontrarle una vuelta al asunto. Pero con eso no alcanza.

Se dirá que en situación de pandemia y de emergencia económica es absurdo ir contra la corriente y pelear por el carácter esencial de la praxis artística presencial. No creo que se trate de una lucha absurda. Primero legitimemos esa condición del arte en nuestra sociedad. Que se oficialice esa afirmación. Que ese gesto llame la atención. Que deje a unos cuantos desconcertados. Luego discutiremos su implementación y alcances. Creo que se trata de un paso con miras que exceden nuestra lamentable coyuntura. 

El covid amenaza nuestra salud física, la ausencia de arte presencial amenaza nuestra salud espiritual en tanto individuos y sociedad. Empecemos cuanto antes a hacerle frente. De otro modo quedaremos a merced de los predicadores que no van a tardar en abundar y que intentarán seducirnos con infames discursos de salvación.

* Dramaturgo y director de teatro.