ACUARELAS PORTEÑAS

Panceta, Homo Fabulator

Su apellido, español, empezaba con G y terminaba con Z; su nombre de pila era desconocido. Ambos resultaban innecesarios, ya que todos lo llamaban Panceta y se dirigían a él con ese vocativo, que aceptaba con absoluta naturalidad.

Poseía, en efecto, una panza descomunal que, en sucesivos pliegues, se desarrollaba in crescendo hasta bastante más por debajo de la cintura. Tendría apenas cincuenta años; se hallaba jubilado por invalidez, debido a afecciones cardíacas originadas, posiblemente, en su sobrepeso y su sedentarismo, causas y efectos, recíprocos, cada uno del otro.

Vivía casi enfrente de mi casa. Al atardecer sacaba a la vereda una silla de estera y un banquito de madera. En la silla se sentaba él; en el banquito, a su derecha, depositaba un atado de cigarrillos, una caja de fósforos, una botella de vino tinto y un vaso. 

Panceta concitaba la presencia de seis u ocho chicos del barrio, que lo rodeábamos, interesados en escuchar los episodios autobiográficos que, sin dejar de beber vino y de fumar, relataba con estilo neutro, como no dándoles demasiada importancia a pesar de desempeñar en ellas un papel protagónico.

No conformaban sucesos heroicos ni sangrientos. Más bien pertenecían a la modalidad literaria, no diré fantástica, pero sí insólita.

Aventura de la carambola a tres bandas

–Hace años –dijo, en cierta ocasión– me vi obligado a pasar la noche durmiendo en un lugar bastante raro…

Pensé que había dormido dentro de un ataúd.

Pero no. Panceta no cultivaba la vena macabra sino la improbable. Había debido pernoctar en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, en un hotelucho donde todas las habitaciones se hallaban ocupadas, por lo cual los dueños del establecimiento le improvisaron un lecho… 

–¿Dónde? –nos preguntamos los asistentes, pensando, como alternativas, en la cabina de un camión o en el asiento trasero de un auto.

No. El lecho se había constituido en la planta baja del hotel, sobre la única mesa de billar, a la que los anfitriones dotaron, en la ocasión, de almohadas, sábanas y frazadas para hospedar la abundante humanidad de Panceta. 

En seguida comentó que, tras aquella experiencia, nunca había vuelto a dormir tan agradablemente como entonces, hasta el punto de que, cada noche, en su cama convencional, no dejaba de añorar aquella confortable mesa de billar donde lo habían favorecido los más dulces sueños.

Aventura del tigre dermatólogo

En otra oportunidad anticipó que iba a contar una anécdota donde no había quedado bien parado, sino quizá en situación algo ridícula, pero que, en honor a la verdad, de la que era devoto, la referiría tal cual ocurrió.

Más de cuatro veces había sugerido atesorar un pasado trashumante. Se hallaba ahora en Gualeguaychú, Entre Ríos, donde, por esos días, se había presentado un circo. A manera de publicidad, sus coloridos carromatos desfilaban por las calles exhibiendo domadores, payasos, trapecistas, prestidigitadores, acróbatas, écuyères… 

Panceta asistía a la procesión y hasta había advertido, según destacó, la indudable mirada de enamoramiento que le lanzó la más bella y joven de las écuyères. 

Al carromato femenino lo seguían los de los animales amaestrados. Éstos se repartían en tres jaulas: un oso pardo, un orangután y un tigre. Desfilaron el plantígrado y el primate frente a Panceta, cuyos ojos arrobados se iban tras el carromato donde viajaba la enamoradiza amazona. 

Pero, cuando el tigre pasaba frente a él, hétenos aquí que la inoportuna fiera satisfizo sus deseos de hacer pis con un terrible y caudaloso chorro, a fortísima presión y en diagonal, que, tras rebotar en el piso de la jaula, cayó, a modo de ducha amarillenta, sobre la cabeza de Panceta.

–Así fue –ratificó–. Una orina muy, muy caliente, más de ciento veinte grados centígrados: prácticamente me derritió los sesos y me hizo caer al suelo, desmayado. Tuvieron que llevarme, en ambulancia, al hospital municipal, donde permanecí cinco días, al borde de la muerte, en terapia intensiva.

Los concurrentes, yo entre ellos, embelesados. 

–No obstante –agregó–, no hay mal que por bien no venga. Yo me estaba quedando calvo pero, gracias a la orina del tigre, que posee comprobadas cualidades medicinales, no sólo nunca más perdí un solo pelo, sino que además volvieron a germinar los que se me habían caído.

Y se pasó ambas palmas, ida y vuelta, por los costados de la cabeza. 

El placer del Homo Fabulator

No fueron las únicas andanzas que relató, y recuerdo otras parecidas, que tal vez exponga en una próxima nota. 

En algún momento dejamos de verlo y ya no hubo otras historias ni público que las escuchara. No mucho más tarde supimos, con tristeza, que Panceta se encontraba ahora relatándole sus hazañas a san Pedro.

Mi niñez me hizo creer auténticas sus narraciones. Pero no tardé demasiado tiempo en convencerme de que constituían mentiras desde la primera letra hasta el punto final. Detalle que no tiene nada de reprochable: Panceta era feliz ejercitando el arte u oficio de inventar historias. Tal es uno de los placeres supremos de que goza el fabulador, y hablo con conocimiento de causa…

Sin embargo –ruego ser creído–, en esta evocación me he ceñido, como es mi costumbre, a la más rigurosa verdad.