​Mirarse en el espejo del Ecuador


La cercanía de las elecciones presidenciales, que ya están aquí a la vuelta de la esquina, y la pirotecnia verbal propia de la campaña impiden mirar mucho más allá del 10 de diciembre. La única certeza es que esa fecha asoma como un mojón en el tiempo, una marca que señala el inicio de un nuevo gobierno y con él, un arduo programa económico que estará condicionado por el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional.

El contexto económico, este combo de alta e irreductible inflación, un nivel de pobreza del 35%, informalidad laboral superior al 30%, una recesión pertinaz, elevado desempleo, y una deuda externa total de u$s 320.000 millones que hay renegociar o reperfilar, es el escenario sobre el que tendrá que pararse quien tome las riendas del país en diciembre. Se llame Mauricio Macri o Alberto Fernández.

El primero, apaleado en las PASO, tiene escasas posibilidades de revertir el pésimo resultado obtenido en las urnas, pero como ya se sabe, al partido igual hay que jugarlo. La experiencia macrista parece terminarse, chamuscada por la crisis, sin identidad puesto que no fue ni plenamente liberal, ni tampoco desarrollista, como gustaban de llamarse a fines del 2015 sus dirigentes, cuando todo era globos amarillos y jolgorio.

Todo indica que el bastón presidencial será para Alberto Fernández, que encarna una nueva versión del kirchnerismo, algo que podría llamarse neoperonismo, tras haber logrado encolumnar detrás de sí a buena parte del justicialismo, o simplemente populismo, como lo etiquetan sus detractores. AF tiene la difícil misión de corregir el desastre ya descripto, y de armonizar de alguna manera todas las promesas electorales de expansión económica con las señales de ajuste que envía la realidad.

 A esta altura de la situación, el Gobierno en campaña no promete nada distinto en caso de obtener la reelección. No se le escucha al presidente detallar un programa económico de cara al futuro, sino apenas destacar las medidas de alivio que ha tomado en medio de la emergencia. Ni siquiera ha repetido aquella frase de que hará lo mismo, pero más rápido.

En cambio, Alberto Fernández no deja de prometer todo lo que manda el manual peronista. Habla de poner de pie el consumo interno para que arranque la actividad económica, y de pagar todo lo que hay que pagar con el dinero de la usura de los bancos. Lo dice, muy suelto de cuerpo, como si no supiera que el esquema monetario para contener al dólar está atado con alambre. Talar las tasas de interés para detener la bicicleta financiera e inducir el retorno del crédito tiene como contracara el riesgo de que los inversores se vuelquen masivamente al dólar, haciendo subir su cotización y gatillando un pase a precios que azuzaría más el proceso inflacionario. El equilibrio es por demás delicado.

Más allá de todo esto, hay un actor que no puede ser ignorado: el Fondo Monetario Internacional, que le ha prestado al Estado un paquete de u$s 57.100 millones, se sentará en la mesa chica a tomar decisiones. No quedarán al margen sus directivos del diseño de un programa que les permita recuperar lo prestado, que significa nada menos que el 60% del crédito que tiene otorgado a escala mundial.

Esa será la lidia más ardua. La negociación con los bonistas privados, esto de reperfilar para estirar los plazos de pago sin alterar el capital ni los intereses, o bien la reestructuración, que implica una fuerte quita de capital, es un capítulo no menor, pero más llevadero. La diferencia con respecto al FMI es que el organismo, sin pedir permiso, se mete en la cocina y escribe la receta de lo que hay que hornear.

El detalle resulta relevante porque cualquier acuerdo con el Fondo, y aún el reperfilamiento con los bonistas, exigirán tener una disciplina fiscal a la cual no estamos acostumbrados por estos lares.

La condición base es tener superávit primario, pero la Argentina cerrará 2019 con un déficit del 1%. ¿Cómo haremos para pasar a números positivos si, viento a favor, la economía no crecerá hasta 2021? ¿Qué habría cortar? ¿Qué se puede cortar sin que vuele por los aires la tan mentada gobernabilidad?
Los ajustes made in FMI traen aparejadas protestas sociales y sectoriales de todo tipo. Ya las hemos tenido en años anteriores, pero para los que se olvidaron de ese escenario de conflicto permanente basta mirar lo que hoy ocurre en Ecuador. Las calles de Quito exhiben la reacción de parte de la sociedad ante la política económica de un gobierno que se ha decidido a corregir las cuentas públicas. Tal vez sea ese país, hoy en día, un espejo en cual mirarnos.

La historia del Ecuador en las últimas décadas puede resumirse de la siguiente manera: calcinados por la hiperinflación, hartos ya de no encontrar cómo sostener su moneda y recuperar credibilidad, los ecuatorianos dolarizaron su economía en el año 2000. Todas las transacciones, aún las cotidianas, aquellas del almacén y la carnicería, se pagan en dólares. Sólo utilizan lo que queda del sucre en monedas para cambio chico, que es lo que escasea en el circuito comercial del día a día.

Los desbarajustes políticos y la correntada de centroizquierda que vivió América Latina por aquellos años llevaron al poder a Rafael Correa, un presidente joven y carismático, que encabezó diversas reformas de la economía. Dolarizado, el país vivía de la exportación de crudo –que llegó a tener el precio record de u$s 120 el barril-, el turismo receptivo y la remesa de utilidades que enviaban los ecuatorianos residentes en Europa.

Tras diez años como presidente, Correa dejó el cargo en mayo de 2017 y se marchó a vivir un tiempo en Bélgica, de donde es oriunda su esposa, Anne Malherbe Gosseline. Las elecciones nacionales consagraron como ganador nuevamente al oficialismo, y asumió entonces el vicepresidente, Lenin Moreno, que tardó en traicionar a Correa lo que éste en subirse al avión para viajar al Viejo Continente.
Moreno no la tuvo fácil porque, entre otras cosas, le tocó administrar un país que ya no gozaba desde hacía tiempo de los beneficios del precio record del petróleo. La estrechez de las cuentas fiscales lo llevó a pautar un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional -aquí entran las semejanzas con Argentina-, y a impulsar el consecuente ajuste.

Hasta no hace mucho tiempo atrás en Ecuador había una premisa política: ningún candidato que desmontara el esquema de subsidios a los combustibles –la nafta era casi regalada- podría triunfar como presidente. ¿Qué hizo Lenin Moreno? Desmanteló los subsidios estatales, que representaban u$s 1.300 millones, y dejó el combustible a precio de mercado.

Pero, además, en concordancia con el FMI y para ordenar las cuentas públicas, decidió el siguiente programa: impulsar en la Asamblea Nacional el proyecto de ley de reforma laboral; reducir a 15 días el período de vacaciones de los empleados de empresas públicas, que antes tenían un mes libre; un plan de despidos en el ámbito público para achicar la planta; crear un contrato para quienes inician un emprendimiento; convenios de reemplazo en caso de licencia de maternidad y paternidad; un marco legal para el teletrabajo; y un cambio en la fórmula de la jubilación patronal. Además, los contratos estatales que caduquen, serán renovados con un 20% de recorte en el salario.

Por otra parte, eliminará los aranceles a la importación de productos tecnológicos como celulares, computadoras y tablets; mantendrá el IVA en el 12%; ampliará los programas sociales; reducirá aranceles también para bienes de capital; y lanzará un programa de crédito hipotecario por u$s 1.000 millones a una tasa del 4,99%.

Todo esto ha promovido el Gobierno de Lenin Moreno tras el pacto con el FMI. Ahora bien, ¿de cuánto es el crédito que el organismo le dio al Ecuador en marzo? Apenas u$s 4.200 millones. Una cifra que no se compara con los u$s 57.100 millones que le otorgó a la Argentina, y que es además inferior al tramo de u$s 5.400 millones que el Gobierno aún espera sea desembolsado luego de las elecciones.

Vale mirarse en el espejo del Ecuador para darse cuenta del calibre de las exigencias que están en danza. Y también para tomar nota de que la dolarización de la economía, ese atajo por el que muchos pugnan como si se tratara de una puerta mágica hacia el crecimiento y el desarrollo, no sirve de nada si no se respeta el equilibrio de básico de gastar menos de lo que se gana.