Elogio del cartonero

El cartoneo sigue provocando rechazos, probablemente por esa impronta liberal y anárquica que lo caracteriza.

Siempre hubo cirujas en nuestras ciudades, marginales que revolvían la basura en busca de algo de valor para revender y seguir tirando. El cartoneo como forma de vida apareció hacia fines de la década de 1990, protagonizado generalmente por personas de bajas calificaciones laborales, expulsadas de empleos negros o blancos en el marco de las reformas económicas de la época. Adquirió una presencia social significativa durante la crisis del 2001-2002, cuando decenas de miles de hombres y mujeres se vieron obligados a recorrer sistemáticamente las calles del área metropolitana bonaerense y de otras grandes ciudades para asegurarse un sustento.

Desde entonces, la presencia del cartonero se tornó habitual y, aunque se redujo en algunos momentos del kirchnerismo y del macrismo, no desapareció nunca. La mayor o menor presencia de cartoneros en las calles es indicador seguro de nuestros vaivenes económicos.

Nunca olvidé, y creo haberlo mencionado en otra nota, el comentario de una oyente de Radio América en los agitados días del saqueo de los ahorros decidido por Eduardo Duhalde. Exasperada ante el miserable espectáculo de una clase dirigente lanzada al pillaje, la mujer exclamó: “¡Al final, en este país los únicos verdaderos liberales son los cartoneros!”.

En efecto, sin pedir nada al Estado, sin cortar rutas ni promover saqueos, esas personas se habían hecho cargo de sus necesidades de superviviencia y trataban de solventarlas con los medios a su alcance, y con un esfuerzo y sacrificio personal dignos de un relato épico. No todos, por supuesto, compartían la opinión de la oyente radial.

También recuerdo que en aquellos meses tuve que renovar la licencia de conductor y acudir a una de esas charlas sobre cuestiones de tránsito que son condición para el trámite. Surgió el tema de los carritos de los cartoneros, y alguien alzó la voz: “¡Hay que aplastarlos con la camioneta! ¡Te roban, viejo, te roban!” Era evidente, por su aspecto, que en cualquier momento este exaltado iba a engrosar las filas de los cartoneros: creía, sospecho, que sus agresiones iban a obrar como un exorcismo para el infierno tan temido, y no lograba darse cuenta de que quienes le estaban robando eran otros, de aspecto mucho más atildado.

A casi veinte años de aquellos sucesos, el cartoneo sigue provocando rechazos, probablemente por esa impronta liberal y anárquica que lo caracteriza. En estos días, el candidato a vicepresidente por la alianza cambiemita Miguel Pichetto dijo que antes que el cartoneo prefería las empresas prebendarias que consiguen ventajas impositivas por su cercanía con el poder (MercadoLibre), y el buscavidas kirchnerista Juan Grabois reivindicó su preferencia por el asalto a mano armada (“salir de caño”) antes que la agotadora recorrida diurna y nocturna por los recipientes de desperdicios. 

El gobierno del PRO en la ciudad capital hizo lo que mejor sabe hacer ante cualquier asomo de independencia y libertad ciudadana: estatizó a los cartoneros, les impuso un uniforme y un sueldo, y los subordinó a sus punteros en ficticias cooperativas de trabajo.