De la utilidad y la ventaja del mito para la acción política

A los creadores de relatos y falsos saberes que atrapan la imaginación del hombre de la calle y de influyentes intelectuales les resulta más fácil acumular poder en la alborada del siglo XXI. Los políticos racionalistas sólo generan una fe fría y escéptica.

En un ensayo que conviene frecuentar (1), Victor Massuh estableció que hubo tres Nietzsche. El primero de ellos, el juvenil, aún no estaba poseído de furia inconoclasta y reivindicaba la vitalidad del mito religioso y cultural para tonificar el espíritu de una sociedad y como acicate de la libertad imaginativa.

  Escribió el filósofo alemán en El nacimiento de la tragedia:

  * ``Allí donde el mito empobrece, la religión muere o declina hacia esas formas de decadencia cultural que son la racionalización o la dialéctica. En el fondo de todo fenómeno de caducidad religiosa encontramos el agotamiento del mito. Su fuerza asegura la supervivencia de la religión''.
  * ``Sin el mito, toda cultura está desposeída de su fuerza natural, sabia y creadora; sólo un horizonte constelado de mitos consuma la unidad de una época entera de la cultura''.

FE CALIENTE

  La tesis de este artículo es que si en la fatigada alborada del siglo XXI uno reemplaza en los dos párrafos anteriores las palabras ``religión'' y ``cultura'' por ``política'' podrá comprender algunos fenómenos contemporáneos como el imbatible Donald Trump, las derechas identitarias de Europa (la definición es del profesor Miguel Iribarne), e incluso la sorprendente supervivencia de Cristina Fernández, cuya popularidad blindada en un tercio de la Argentina no puede explicarse solamente por la desastrosa política económica del presidente Macri.

  Es decir, aquellos ambiciosos capaces de forjar mitos que atrapen la imaginación y el corazón de millones de personas (y entre ellos de una legión de intelectuales) ostentan una ventaja fundamental sobre los políticos racionalistas -como Macri, Hillary Clinton, Macron, los republicanos o los socialdemocratas moderados- que sólo despiertan una especie de fe fría entre sus escépticos votantes circunstanciales.

  Siguiendo a Nietzsche, los racionalistas son contemplativos, ``se encargan de ensombrecer el horizonte, hacen sospechosa la alegría, desvalorizan las esperanzas, paralizan la mano activa''. Encarnarían no la fuerza de un pueblo sino ``la debilidad de los individuos aislados''. Son arquetipos del agotamiento y la renuncia de una época corroída por el filisteísmo, diría Zarathustra.

  Frente a ellos, se alza el líder carismático. Su voluntad de poderío es capaz de tejer relatos que susciten adhesiones de tipo religioso, por lo apasionado y perdurable, por sus dogmas, por la generación de idolizaciones.

  La vida necesita ``ilusiones generosas'' para desarrollar su ``fuerza creadora'', sostenía el primer Nietzsche. Ese fervor político es, en el fondo, un acto de fe, invulnerable frente a los hechos desagradables del ejercicio de poder, como haber montado una red de corrupción con la obra pública para financiar campañas políticas y enriquecer a los acólitos.

  Por desgracia para la comunidad en su conjunto, el Superhumano creador de mitos no necesita ser decente. Todo le será perdonado por su grey. El propio Nietzsche planteaba hace más de cien años la antinomia entre la vida y la virtud. Y escribió que el principio de inocencia es una de las facultades de los héroes, siempre solitarios, que provocan el trastrocamiento de la vieja tabla de valores y determinan la realidad del Bien y del Mal. ``¿Dónde está la inocencia? Donde hay voluntad de crear.'', escribió el fiero pensador germano.

MARCHA ATRAS

  Si la voluntad de poderío (piedra basal de la filosofía nietzscheana) es el principio en el que se origina y fundamenta toda la realidad política, el mito sería entonces el martillo de Thor. Sirve para acumular poder en un sistema democrático, hasta que los límites que la realidad impone dicen basta.

  Sería el mito político entonces un arma fantástica contra el posibilismo de las democracias atascadas (``la razón hiere de muerte al mito'', advertía Nietzsche). Con América primero, por ejemplo, Trump asegura a millones de trabajadores blancos que puede revertirse de manera indolora la fase actual de la globalización, que fábricas enteras volverán de Extremo Oriente a Ohio o Pennsylvania (lo cual no significa que Estados Unidos no debe reaccionar ante las prácticas depredatorias de los chinos).

  Populistas europeos -como el presidente de Hungría- cultivan el mito de la pureza nacional, es decir que en plena era de fronteras difumadas y migraciones en masa es posible volver a la cohesión monocolor del pasado (lo cual no significa que de alguna manera los países deben ordenar el aluvión inmigratorio para evitar el caos).

  En la Argentina, prosperan, en tanto, varios mitos superpuestos, como el mito del antiimperialismo, del socialismo del siglo XXI (sí también nosotros tenemos chavistas), del neoliberalismo como el Satán cuyo señorío es planetario, o del peronismo como el partido que representa los intereses de una mítica clase trabajadora. Se superponen a una fantasía más reciente que quiere volver, si bien ha demostrado que es insustentable cuando se consume el capital acumulado y se pierden los vientos de cola. Hablamos del llamado modelo productivo con inclusión social. 

  En efecto, ese distribucionismo sin atenerse a un presupuesto y estatismo desaforado con altísima presión impositiva genera cuellos de botellas, desequilibrios monstruosos en la macroeconomía que deben ser corregidos, tarde o temprano, con enorme dolor social, como observamos, ofuscados, en nuestros días. Es otro intento de atrasar el reloj de la Historia, como si pudiéramos los argentinos seguir viviendo con lo nuestro, de espaldas a los flujos de comercio globales que han enriquecido a nuestros vecinos, mientras cultivamos una parodia de la Argentina de los cincuenta. La larga agonía de la Argentina peronista, como estableció Tulio Halperín Donghi.

  Desde ya que las elites políticas han generado mitos positivos para el desarrollo productivo y social a lo largo de la historia, como la Generación del Ochenta. Otros son directamente nefastos, como lo fue el comunismo -esa suerte de religión secularizada- en el siglo XX. 

  Y algunos falsos saberes de estos días no sólo son peligrosos en materia económica. El sueño kirchnerista de abolir el Poder Judicial y volver a reducir el Parlamento a una escribanía para que el Poder Ejecutivo pueda gobernar sin ataduras desconoce uno de los pilares del progreso (tanto material como espiritual) de la humanidad: la limitación del poder político es el fundamento de la libertad de los pueblos. Así lo muestra la Historia y lo explica Don Armando Ribas, ese prócer del liberalismo, en otro artículo publicado en la edición dominical de La Prensa.

  Podría concluirse que una premisa de Nietzsche aletea detrás del populismo autoritario: restaurar el libre juego de la voluntad de poderío permite a los Superhumanos llegar a ser como dioses (de la política). Los adoradores del líder revolucionario se postran ante la majestad soberana y suprema de su Señor (o Señora). A lo Fidel Castro. El mito de la infabilidad del comandante.
   
(1) `Nietzsche y el fin de la religión'. Editorial Sudamericana. Edición 1969.