La pesadilla del totalitarismo

Setenta años atrás se publicaba "1984", la novela más famosa de George Orwell. El libro fue concebido como una cristalina sátira del comunismo soviético y sus cómplices en Occidente. Pero el paso del tiempo desdibujó esa intención y transformó la obra en una profecía ambigua y apolítica.

Sus creaciones se integraron ya a la cultura popular y hasta lograron filtrarse en el habla cotidiana. El Gran Hermano, la Policía del Pensamiento, el Ministerio de la Verdad, la neolengua. Combinadas dieron forma a un adjetivo que, no sin hipocresía, también se hizo moneda corriente en el debate político: "orwelliano". El sinónimo del totalitarismo irrevocable, la completa vigilancia ideológica de la vida y el pensamiento de las personas, un mundo de pesadilla en el que se abolió la libertad, la verdad objetiva y hasta el recuerdo del pasado tal como sucedió.

Todo eso aparece en 1984, la última novela de George Orwell, publicada hace setenta años. Desde entonces ha sido su obra más estudiada y analizada, la más potente por su doble carácter de denuncia y advertencia, una suerte de legado literario y moral de un autor guiado por una llamativa -para su tiempo- preocupación por la verdad y sus manipulaciones.

Orwell (seudónimo de Eric Arthur Blair) tuvo la idea primigenia en 1943 y se aplicó a escribirla entre agosto de 1946 y fines de 1947, en una finca alquilada en la isla escocesa de Jura. Puede decirse que dedicó a ella su último aliento creativo y vital. Debilitado por sus periódicas recaídas en la tuberculosis, la exigente tarea de corregir y mecanografiar el manuscrito agotó sus fuerzas en los últimos meses de 1948. Cuando la novela se publicó en Gran Bretaña, el 8 de junio de 1949, Orwell estaba ingresando en otra de sus frecuentes crisis de salud, de la que ya no se recuperaría.

El libro consiguió un éxito inmediato. Transcurrido un año se habían vendido 50.000 ejemplares en las islas británicas y 360.000 en dos ediciones aparecidas en Estados Unidos. No menos intensa fue la repercusión crítica en ambas costas del Atlántico, con una amplia gama de reacciones -por lo general elogiosas- que no siempre detectaron la verdadera intención del autor al escribirlo.

REACCIONES

V. S. Pritchett y Lionel Trilling prodigaron sentidas alabanzas. Julian Symons descartó el carácter de mera utopía negativa de la obra, y la distanció de los antecedentes fijados por H.G. Wells o Aldous Huxley. También Evelyn Waugh la aplaudió, pero objetó su materialismo y consideró "espuria" la idea de un mundo en el que desapareciera la Iglesia. En Alemania, Golo Mann, el hijo del novelista, abrió una senda que sería muy transitada. Al reseñarla en la prensa germana no sólo vio una crítica al régimen soviético sino también alusiones al nazismo o al fascismo, que de ningún modo son evidentes. La prensa comunista anglosajona, tal vez sangrando por la herida, la juzgó mera propaganda de la guerra fría. 
¿Pero qué pretendió hacer Orwell con la estremecedora historia de Winston Smith, el empleado disidente del Ministerio de la Verdad, cuyo título provisorio había sido "El último hombre de Europa"?

Lo aclaró varias veces, en cartas, artículos o ensayos contemporáneos al proceso de escritura. Se había propuesto intentar -informó en una misiva de mayo de 1947- una "novela sobre el futuro, es decir, una fantasía en algún sentido, pero en la forma de una novela naturalista". Su intención primera, declaró en una carta enviada a fines de 1948, había sido estampar una sátira o parodia de las "implicancias intelectuales del totalitarismo" y denunciar la división del mundo en "zonas de influencia", tal como había sucedido desde el final de la Segunda Guerra Mundial. "Mi nuevo libro es una utopía en forma de novela", resumió a Symons en febrero de 1949.

Varias de esas ideas habían inspirado su otra gran alegoría política, Animal Farm (Rebelión en la granja), que escribió entre noviembre de 1943 y febrero de 1944, y cuya publicación se demoró al menos un año tras ser rechazada por cuatro editoriales y por sugerencia del gobierno británico, que no quería que el libro hiriera las sensibilidades de su, todavía, aliado soviético.

Orwell no había dado los últimos toques a Rebelión en la granja cuando, según una carta de febrero de 1944, ya bosquejaba lo que sería 1984, a la vez que confesaba su interés por Nosotros, la novela antisoviética de Yevgueni Zamiatin que hasta cierto punto tomó como modelo de la suya.

La fábula de los animales revolucionarios y la pesadilla del Gran Hermano parecían integrar un mismo proyecto, concebido con una finalidad similar. "La relación entre los dos libros es más cercana de lo que suponían muchos críticos -destacó Bernard Crick, el más respetado de los biógrafos de Orwell-. La forma que adoptó cada libro fue diferente, pero había una continuidad intelectual entre la historia de la revolución traicionada y la historia de los traidores, ávidos de poder en cada caso, que se perpetuaban para siempre en el poder".

DESTRUIR EL MITO

El propio Orwell fue más específico en un prólogo de 1947 a la edición ucraniana de Rebelión en la granja. "...durante los últimos diez años -escribió- he estado convencido de que la destrucción del mito soviético era esencial si queríamos un renacimiento del movimiento socialista (...) A mi regreso de España (en 1937) pensé en exponer el mito soviético en una historia que fuera fácilmente comprensible por cualquiera y que pudiera traducirse fácilmente a otros idiomas".

Por lo tanto, no había ninguna ambigüedad respecto de lo que se había propuesto hacer en Rebelión en la granja. Con 1984, los temas que habían ido madurando desde su amarga participación en la Guerra Civil española, el motivo principal de su gran decepción con el comunismo soviético, alcanzaron su pleno desarrollo. No dejó ninguno sin abordar en sus páginas. La manipulación del pasado, el total abandono de la noción de verdad objetiva, la conexión entre "los hábitos totalitarios del pensamiento y la corrupción del idioma", el embrutecimiento deliberado de las masas (los "proles"), la doble moral (y el "doblepensar") de las oligarquías ideologizadas, el uso del terror y la propaganda para someter a los gobernados, la permanente incitación a odiar enemigos ficticios, "la división del mundo entre dos o tres enormes súper-estados, incapaces de conquistarse entre sí o de ser derrocados por rebeliones internas", la vigilancia constante, opresiva, hasta conseguir la completa "deshumanización" de los oprimidos.

Paradoja no menor es que Orwell terminó padeciendo lo que tanto temía. Una confusión muy orwelliana ha distorsionado la interpretación de la más famosa de sus novelas. En la sátira transparente de las dictaduras comunistas se quiso ver una vaga denuncia de todos los totalitarismos, sin importancia de su signo político. Y la parodia explícita de las consignas, costumbres, contradicciones y temores del comunismo gobernante, que en 1949 ya aplastaba a media Europa y acababa de apoderarse de China, fue leída como una profecía futurista con tintes de ciencia-ficción. Incluso hoy, mientras subsisten la Cuba de los Castro y la Corea de los Kim, hay quienes identifican al Gran Hermano con Donald Trump.

Fue un engaño favorecido por el paso de los años. Los primeros lectores de 1984 habían entendido fácilmente la intención del autor. Y los que en su tiempo pudieron conseguir el libro del otro lado del Telón de Acero, se asombraron por la descripción de lo que para ellos no era ninguna distopía, sino la más cruda de las realidades. "Quienes sólo conocen a Orwell de oídas están sorprendidos de que un escritor que nunca vivió en Rusia pudiera tener una percepción tan aguda de la vida allí", observó en 1953 el poeta polaco disidente Czeslaw Milosz.

Es posible que la personalidad de Orwell haya fomentado las confusiones. Siempre fue un hombre inclasificable. Era un socialista más bien libertario, aunque no anarquista. Denunciaba al imperialismo y al pacifismo por igual. Sus convicciones eran internacionalistas, pero nunca dejó de ser un patriota inglés. Desconfiaba de los intelectuales pese a que era uno de ellos y sentía un genuino aprecio por los obreros y los desposeídos. Y fue, desde luego, un anticomunista convencido, al punto de que en sus últimos días llevaba un cuaderno con un centenar de nombres de presuntos y famosos "compañeros de ruta" de Stalin en Gran Bretaña que actualizaba y corregía con atenta vigilancia.

EL EJEMPLO

George Orwell murió el 21 de enero de 1950 a causa de una hemorragia pulmonar, cuando le faltaban cinco meses para cumplir 47 años. En su legado se cuentan trece libros e innumerables artículos, crónicas y reseñas (fue, entre otras cosas, un agudo crítico literario) escritas en una de las prosas más cristalinas de la moderna literatura inglesa. Dejó también un admirable testimonio de valentía física y moral a lo largo de una existencia sufrida y algo melancólica. "La tragedia de la vida de Orwell -escribió Cyril Connolly, uno de sus muchos amigos del mundillo literario- es que cuando al fin consiguió la fama y el éxito era un hombre moribundo, y lo sabía".

Ese hombre que acertó en tantas cosas, incurrió también en algunos yerros notables. El más desconcertante de todos fue su arraigada impresión de que el control absoluto de la vida y las mentes de las personas sólo podría darse si lo imponía por la fuerza un Estado totalitario de cuño soviético. Perdura una carta en la que llegó a desechar de manera explícita la posibilidad, intuida en su momento por Aldous Huxley, de que ese dominio pudiera alcanzarse a través del hedonismo y la técnica y con la voluntaria sumisión de sus víctimas. En ese plano, el autor de 1984 estuvo muy lejos de imaginar nuestro perturbado siglo XXI.