La cruz y Nuestra Señora

El simbolismo era evidente. La catedral de París quemándose a la vista del planeta entero, pasto de las llamas que devoraban algo más que una venerable estructura monumental en la capital del arte. Europa y todo Occidente parecían derretirse entre las garras de ese fuego infernal.

La internacional de los medios de comunicación y las redes sociales percibió la tragedia, y esa fue una insólita primera noticia positiva. Un coro casi unánime lamentó la destrucción y hasta constató parte del simbolismo que traía aparejado. Notre Dame, se dijo una y mil veces, no era cualquier iglesia. En ella debía verse la encarnación de toda una cultura, de una civilización, de un espíritu al que todos, creyentes o descreídos, debían rendir agradecido homenaje sin saber muy bien por qué. 

Figuras de notorio agnosticismo, o ateas incluso, no tardaron en sumarse a las lamentaciones, aclarando, eso sí, que su dolor no tenía motivos religiosos. El periodismo hizo su aporte previsible en esa línea. En las cadenas noticiosas planetarias la frase más repetida fue aquella de que la importancia de Notre Dame excedía la que podían asignarle "los católicos", así nombrados, como si constituyeran una especie exótica en vías de extinción.

Pero los caminos de Dios son inescrutables. Durante unos o dos días, todo el mundo con acceso a Internet o a un televisor pudo escuchar términos que para las sociedades seculares ya nada significan. Los infaltables expertos explicaron qué es una "nave", por qué son valiosas las "reliquias" o cómo llegó la "corona de espinas" a París. Se habló en abundancia del arte devoto de la Edad Media, del significado religioso de sus construcciones (verdaderas "oraciones petrificadas"), de la relevancia histórica de sus catedrales, de San Luis rey de Francia y de las Cruzadas. 

Pero eso no fue todo. El desastre del lunes, insoportable de observar en las distantes imágenes de la televisión, pareció causar en parisinos o turistas algo más que curiosidad morbosa.

La estupefacción, el espanto, las lágrimas revelaban que en ellos se había despertado un sentimiento dormido. Una nostalgia por algo superior, hondo, ajeno al tiempo y a las veleidades de la vida cotidiana. Tal vez sin darse cuenta, lloraban por su perdida patria espiritual, por las tradiciones de sus mayores y por la Fe que los había animado y que tantos de ellos abandonaron hace tiempo. En un instante el fuego los preparó para comprender esa aguda frase de Chesterton:"Tu visita a Europa será inútil si no te hace sentir como un exiliado que está de regreso".

De tanto repetirse, los lamentos por la catástrofe del lunes podrían tener otro efecto benéfico: el de avivar la curiosidad por los cimientos de esa cultura llorada. Si Notre Dame es un monumento incomparable, si sus tesoros y reliquias son obras que merecen respeto y veneración, si es el ejemplo de lo mejor que pudo producir nuestra civilización, el paso siguiente sería preguntarse por el sentido último que movió a sus constructores. ¿Cómo eran los hombres que fueron capaces de tal proeza arquitectónica? ¿Por qué se sintieron llamados a levantar semejante edificación? ¿Y cómo fue que, patriarcales como eran, la dedicaron a una mujer a la que llamaron "Señora"? Nuestra Señora, la Santa Madre de Dios.

El magno simbolismo quedó acentuado porque el siniestro ocurrió en el comienzo de la Semana Santa. Las llamas se ensañaron con la aguja de Notre Dame, la parte más alta de la catedral. Ante la mirada aterrada de los testigos, su desmoronamiento pareció significar el colapso definitivo de la iglesia. Pero no fue así. Luego de horas de agonía, los bomberos controlaron el incendio y pudieron comprobar lo que parecía imposible. La resplandeciente cruz dorada permanecía intacta sobre el altar, también indemne. Símbolos ambos de Cristo, que después de la Pasión había vencido otra vez a la muerte.