Orden liberal y populismo

No es la nostalgia por los autoritarismos lo que estremece a Occidente sino el fundado temor a una nueva esclavitud. Si alguna demanda se percibe en el ágora moderna es la de algo sólido y duradero, permanente y profundo, una demanda de sentido y trascendencia, de algo tangible e intangible que legar a los hijos para que éstos se lo transmitan a su vez a los suyos.

Los campeones del orden liberal -esa combinación de gobierno republicano y economía de mercado que Occidente reivindica como su logro más alto en materia de moral social- están desconcertados y alarmados. La implosión de la URSS les hizo pensar en su momento que por fin se habían dado las condiciones para expandir ese orden por todo el mundo, y al mundo se lanzaron con fe de misioneros y empeño de cruzados a tejer la tela de la globalización económica y política. La ilusión duró poco: se desplomó junto con las Torres Gemelas, y George W. Bush le dio el tiro de gracia con su torpe invasión de Irak.

Convencido de que era posible expandir el orden liberal a bombazos, arrasó entre el Tigris y el Eufrates los tesoros arqueológicos de la misma civilización que produjo ese orden. La tragedia suele tener su flanco poético.

EN CASA

Ya adentrados en el siglo XXI, la malla que esperaba envolver todo el planeta aparece desgarrada por todas partes, empezando por casa. Especialmente en casa. No fueron, por cierto, los flamantes conversos del Asia quienes renegaron de la fe recién adquirida: las apostasías comenzaron a brotar en Europa y en los Estados Unidos y en esta América que por gracia de Dios y de España es parte de Occidente.

En un pasado si se quiere reciente, el orden liberal tuvo que lidiar con enemigos nítidamente perfilados como el fascismo y el comunismo; esta vez el descontento muestra rostros diversos, a veces contradictorios, en ocasiones violentos. Inasibles. Necesitados de explicación.

A los partidarios del orden liberal les gusta alardear de tolerancia con la diversidad, y de que multi esto y multi lo otro, pero cuando se sienten amenazados se refugian en las opciones binarias: el bien o el mal, capitalismo o comunismo, democracia o fascismo. ¿Cómo describir esa repentina concurrencia de fenómenos -Brexit, Trump, Orban, Bolsonaro, Salvini- que desafían desde distintos ángulos el orden liberal tal como hoy rige en Occidente? 

Necesitados de darle un nombre al Maligno, resumieron todos los matices y razones de la disconformidad occidental en una sola palabra: populismo. Más todavía: decidieron que todo lo que no es orden liberal es populismo, y que el populismo es la fusión contemporánea del socialismo y el fascismo.

La globalización, nos explican, no es para todos: atemoriza a algunos, perjudica a otros. Y son estos marginados del nuevo orden mundial los que acuden al llamado de los líderes populistas con la esperanza de ser conducidos de vuelta al pasado. No cuesta demasiado advertir que como todos los fenómenos antisistema emergieron de elecciones libres, los miedosos o los arruinados deben ser muchos, si no la mayoría. Más difícil es entender por qué, en plan de volver atrás, la gente no elige momentos felices, como la belle époque de Toulouse-Lautrec, el can-can y el Moulin Rouge o los sesenta de la minifalda, los Beatles y el baby boom, y siente nostalgia en cambio por los escabrosos experimentos concebidos en Roma y Berlín o en Moscú y La Habana.

En ninguno de los politólogos que plantearon el tema en las últimas semanas alienta la menor sospecha de que el orden liberal tal vez no funcione tan bien como suponemos, o bien que esa capacidad de autocorrección que se le atribuye se encuentre momentánea, o incluso definitivamente trabada o dañada. En todos los articulistas, el orden liberal aparece como algo sacralizado, intocable, perfecto aun en su imperfección. Se entiende así que todo lo que lo cuestione o se le oponga resulte identificado con el Maligno, el eterno enemigo de la divinidad. Capaz de desacralizarlo todo, el orden liberal se sacraliza empero a sí mismo.

INCUBADORA DE GUERRAS

Una rápida recorrida por el último siglo y medio nos dice que el sagrado orden liberal fue la incubadora de dos grandes guerras mundiales, de la bomba atómica, de la guerra fría, de infinidad de conflictos de baja intensidad que dejaron y dejan millones de muertos, mutilados y desplazados, de una increíblemente extensa lista de magnicidos, y de grandes crisis económicas, casi todas nacidas de prácticas cuasidelictivas y generadoras de un tendal de víctimas. Es cierto que la calidad de vida mejoró notablemente en muchos aspectos durante ese lapso, pero también es cierto que empeoró en otros: por cierto, mis abuelos vivieron una vida más feliz y humanamente más rica que la que preveo para mis nietos.

Sin embargo, no es la historia lo que impulsa a las multitudes en América y Europa a salir a las calles en busca de nuevos liderazgos; es la certidumbre de que el sistema le está jugando en contra, la percepción de que sus descendientes la van a pasar peor que sus antepasados. Esas multitudes no quieren volver para atrás, como presuponen sus críticos, no quieren volver al fascismo ni al socialismo, ni tampoco a la fiesta fugaz de la belle époque o el swinging London. Si alguna demanda se percibe en el ágora moderna de las redes sociales es la de algo sólido y duradero, permanente y profundo, una demanda de sentido y trascendencia, de algo tangible e intangible que legar a los hijos para que éstos se lo transmitan a su vez a los suyos.

HOMBRE COMUN

Pensemos, ¿qué significa hoy el sistema liberal, la democracia representativa y la economía de mercado, para el hombre común, el ciudadano de a pie, como suele decirse? En casi todo Occidente, el orden liberal es el que ha permitido y legitimado el hecho de que una élite política, económica y financiera maneje absolutamente todos los resortes del poder en su propio beneficio, en insospechada colusión con el progresismo que desde la cátedra, la prensa y la cultura encubre con las bellas palabras del diccionario socialista un programa orientado a crear un mundo indiferenciado de individuos aislados, sin apegos ni compromisos, manejados como robots en sus funciones alternativas de productores y consumidores.

La democracia representativa necesita de ciudadanos informados por medios de comunicación profesionales e independientes, ciudadanos activamente involucrados en la vida política, partidos políticos organizados en torno de ideas o propuestas generales acerca de la administración del bien común, y representantes electos que deliberen y gobiernen según el mandato de sus representados.

Hoy no existe nada de eso, no hay prensa independiente ni partidos políticos organizados en torno de una plataforma; la prensa y los partidos se han convertido en sirvientes de grupos de intereses, y el ciudadano no les cree a ninguno de los dos. En casi todo Occidente la democracia representativa hoy es una farsa interpretada por artistas de variedades que hacen el papel de políticos cuando en realidad son servidores de intereses creados, a los que cobran por poner a su disposición el poder coercitivo del Estado.

La economía de mercado florece y encuentra su razón de ser en la competencia. La competencia requiere del mayor número posible de actores independientes unos de otros, y el mayor nivel de información posible en esos actores, sean productores o consumidores o financistas o intermediarios. Hoy tampoco existe nada de eso. Toda la economía occidental tiende a la concentración en conglomerados transnacionales gigantescos, desde grandes productores de bienes y servicios a cadenas o grandes superficies minoristas, que por su misma dimensión y diversidad no pueden especializarse en nada que no sea el resultado final de sus balances; esas no son empresas en el sentido tradicional de la palabra sino poco más que grandes operaciones financieras, y no tienen el menor compromiso con sus empleados ni con sus clientes ni con su oferta, ni mucho menos con la comunidad en la que operan. El consumidor carece de información confiable sobre la que basar sus decisiones porque también en este caso los medios están vendidos a sus anunciantes.

Lo que a los ojos de la tradición religiosa, cultural y humanista de Occidente hizo valioso el orden liberal fue su condición de protector y garante de las libertades individuales, principalmente en lo político y económico que tradicionalmente habían sido los flancos más vulnerables. 

Pues bien, el orden liberal, desnaturalizado en su esencia y ya también en su apariencia porque desde la caída del muro nadie se cuida de guardar las formas, ha dejado de ser ese custodio para convertirse él mismo en una amenaza para las libertades individuales: ha permitido que el poder político termine en manos de una nueva casta con capacidad casi absoluta de coacción sobre los individuos, y que el poder económico se concentre cada vez más en cada vez menos manos.

MAL DISTRIBUIDA

Esto no carece de relevancia. El 80 por ciento del PBI mundial va a parar anualmente a manos del uno por ciento más rico de la población mundial, según cifras de la Unión de Bancos Suizos. Según el economista francés Thomas Picketty esa desigual distribución de la riqueza es inherente al sistema capitalista en su configuración actual, y sería ingenuo de toda ingenuidad suponer que semejante desnivel carece de efectos políticos. ¿En qué medida el orden liberal está preparado, o tiene las herramientas, para defender al individuo frente a los designios de un poder económico de dimensiones extravagantes cuando éste cuenta con la complicidad de una clase política venal y una prensa y una intelectualidad complacientes?

Pero la ecuación siniestra no termina aquí. Porque esos poderes omnímodos y sus secuaces cuentan desde ahora con un sistema de espionaje sobre los ciudadanos sin precedentes históricos y de escala global, provisto por las innumerables herramientas informáticas que registran, ordenan y acumulan toda nuestra memoria, nuestras posesiones, nuestros viajes de larga o corta distancia, nuestras relaciones y nuestro parentescos, nuestros gustos, nuestras adicciones, nuestras manías, nuestra imagen tal como evoluciona en el tiempo.

Sería ingenuo de toda ingenuidad pensar que con esa información a disposición, los poderes establecidos se abstendrían de usarla. Cualquiera que navegue habitualmente por la red Internet sabe que de hecho la están usando.

El mundo marcha aceleradamente hacia una nueva esclavitud, que encuentra sus primeras presas en los más jóvenes, de quienes se obtiene consentimiento al persuadirlos de que están dando grandes pasos hacia la modernidad. El primer gran recurso de todo esclavista siempre ha sido despojar de su identidad al esclavo, apartarlo de los suyos, de su historia, cambiarle el nombre. Enormes cantidades de dinero se destinan actualmente en el mundo a propagar la uniformidad de gustos y criterios, a despojar a las personas de todos sus anclajes identitarios, desde la familia y el barrio hasta la nacionalidad, la historia y la lengua, desde la profesión o el oficio hasta la estabilidad laboral, desde la música, el entretenimiento y la comida hasta la identidad sexual, e incluso etaria. Lo hemos visto y padecido aquí con las campañas a favor del aborto y de la ideología de género, que marchan en esa dirección, y que fueron financiadas desde el exterior, o impuestas por nuestros prestamistas.

Los campeones del orden liberal no hablan de estas cosas, porque no las ven o porque no las quieren ver. Parecen más apegados a la defensa de un corpus de ideas concebido, conviene recordar, en y para el siglo XVIII, antes que en discernir los desafíos que plantea el siglo XXI a los mismos valores que el orden liberal quiso proteger en aquel momento. 

La cultura occidental puso a la persona en el centro de ese sistema de valores, persona que es tan inseparable de sus propiedades como lo es de su historia, de la familia y de la comunidad en la que vino al mundo y del sentido de trascendencia que la anima y acompaña. Esos valores están por encima de las ideologías, que son instrumentos circunstanciales para su defensa, y es la conciencia creciente de que esos valores están en peligro, no el populismo, lo que lanza a la gente a las calles.