El arte de contar una vida

Historia, méritos y defectos de la biografía como rama de la literatura. Franceses y anglosajones dejaron algunas de las mejores reflexiones sobre un género de fronteras ambiguas. Tras su última gran renovación, la obsesión documental no empañó las ambiciones artísticas de sus principales cultores.

Género antiguo y fronterizo, a caballo entre la historia y la literatura, la ciencia y el arte, la biografía suscitó estudios atrapantes en las lenguas en que mayor desarrollo alcanzó con el paso de los siglos. Suele afirmarse, tal vez con cierta exageración, que no hay mejores biografías que las que escriben ingleses, norteamericanos y franceses, y justamente han sido ellos los que prodigaron las reflexiones más atinadas y esclarecedoras acerca de su propia producción.

Maurois, Strachey, Nicolson, Edel o Holroyd fueron a la vez ejecutantes y analistas de su oficio. Los estudiaron en sus orígenes, remontables al Antiguo Testamento y a los Evangelios, que bien podrían ser la cumbre de todas las biografías, y un tipo de escritura que nunca más volvió a aparecer sobre la Tierra. El mundo pagano contribuyó con Cornelio Nepote, Suetonio, Tácito (con su Vida de Agrícola), Diógenes Laercio y, desde luego Plutarco, el ejemplo ineludible y al mismo tiempo uno de los más discutidos por la arbitrariedad de sus Vidas paralelas y el afán didáctico que lo llevó a escribir emparejando a grandes hombres romanos y griegos.

Las vidas de santos fueron la forma biográfica preferida mientras existió la Cristiandad, en aquel tiempo anterior a la modernidad que aun pretendía atesorar vidas ejemplares que sirvieran de enseñanza moral. En el imprescindible Aspectos de la biografía (1928), André Maurois, conocedor de primera mano del oficio, recordaba que la biografía es un género que toca la moral, pero en la era moderna esa moralidad fue la del individualismo. Privada del sustrato religioso, la biografía de los tiempos modernos, en su primera etapa, siguió retratando a los grandes hombres pero ya sólo con criterios seculares y mundanos.

Ese principio rigió al género hasta que en los siglos XVII y XVIII empezaron a componerse trabajos de una orientación muy diferente, como las escuetas Vidas breves de John Aubrey (tan admiradas por Marcel Schwob), las Vidas de los poetas (1781), del doctor Johnson, o la espléndida Vida de Samuel Johnson (1791), por James Boswell, a la que sigue considerándose la mejor biografía del idioma inglés y, acaso, de cualquier otra lengua occidental.

Por partida doble Johnson (1709-1784) señala un punto de quiebre. Con su Vida de Richard Savage (aparecida en 1744) debutó como biógrafo y casi que inauguró la moderna biografía intimista, destacó Michael Holroyd en uno de los ensayos incluidos en Cómo se escribe una vida (La Bestia Equilátera, 2011). Aquella obra y las posteriores Vidas de los poetas, que compuso por encargo de unos libreros londinenses, ilustraron el credo johnsoniano de anteponer la verdad al mito ("Si a la memoria del muerto se le debe respeto, más respeto se le debe a la virtud y a la verdad"), en tanto instaba al biógrafo a no demorarse "en aquellos comportamientos y episodios que producen una grandeza vulgar" sino a "guiar los pensamientos hacia la privacidad doméstica, y exhibir los pequeños detalles de la vida cotidiana".

Eso mismo hizo Boswell con su libro incomparable. Conoció a Johnson durante veinte años y casi que convivió con él. Llevó un diario con sus experiencias junto al genio y registró con minuciosidad todas sus frases, las brillantes, las absurdas y las caprichosas. Gozó de un privilegio pocas veces concedido a los biógrafos, y lo aprovechó con suma destreza. Se dice que llegó incluso a "producir" la vida de Johnson, es decir, a proponer encuentros o viajes con el sólo efecto de poder tomar nota de las reacciones de su biografiado para uso posterior. Y todo lo hizo con la astucia, no siempre comprendida, de incluirse en el relato en el papel de contertulio poco aventajado del polígrafo, quien no pocas veces dirigía contra él sus pullas y sentencias.

Aquel tiempo fue, en opinión de Holroyd, la primera edad dorada de la biografía en inglés. El apogeo sufrió un declive en la era victoriana, cuando los autores de biografías volvieron a centrarse en la vida pública de sus protagonistas sin indagar en sus experiencias privadas, a la vez que "perdieron el arte de revertir el flujo temporal", es decir, el arte de "viajar al pasado", que debería ser una de las metas principales del biógrafo. Tampoco buscaron extender las diversas posibilidades artísticas que abría una obra como la de Boswell. Fue el triunfo del formato Life and Letters (Vida y cartas), los infaltables dos tomos que en el siglo XX serían satirizados sin miramientos por los cultores de la "nueva biografía".

Ese movimiento, el último que en verdad renovó el género sin desdibujar del todo sus fronteras, tuvo un sumo pontífice indiscutido: Lytton Strachey (1880-1930). El autor mordaz de Victorianos eminentes (1918) extendió los límites, "liberó la forma para todos nosotros" y asignó como tema de la biografía a "todo el ámbito de la experiencia humana, en la medida en que puede ser recuperada", escribió un entusiasta Holroyd, quien precisamente se consagró como biógrafo contando la vida esquiva y escandalosa de Strachey.

FALENCIAS

Pero el escritor refinado que, en palabras de Leon Edel, fue el "fundador de toda una escuela de biografía desprestigiadora" de numerosa progenie intelectual, exhibía también ciertas falencias. La más evidente, precisó Edel en Vidas ajenas. Principia Biographica (Fondo de Cultura Económica, 1990) otra obra ineludible, era el riesgoso ejercicio de abusar del estilo indirecto libre para poner pensamientos o soliloquios en la mente de sus personajes, sin ninguna nota o referencia verificable. Strachey se dejaba llevar por sus devaneos de estilista pero también por su clara intención desacralizadora de una época y unos personajes por los que no sentía ninguna simpatía.

La operación le salió bien en Eminent Victorians, pero, caso curioso, falló en su biografía de la reina Victoria (1921). Allí el biógrafo burlón acabó vencido por la monarca, y la obra, que empieza con tono sarcástico, termina subyugada por la personalidad de una mujer a todas luces extraordinaria.

El primer deber del biógrafo, alegaba Strachey, era "preservar una adecuada brevedad, una brevedad que excluya todo lo que sea redundante y nada que sea significativo".

El segundo consistía en "mantener su propia libertad de espíritu". Para Maurois, la "nueva biografía" reconocía dos rasgos notables: su búsqueda audaz de la verdad y su preocupación por la complejidad de los personajes retratados. En su escritura resultaba conveniente seguir un orden cronológico, fingir una cierta ignorancia, desarrollar el carácter del héroe y no anticipar sus descubrimientos como persona. Al igual que en la música, era recomendable adherirse a un ritmo, algo que en un libro se puede conseguir mediante la "reaparición a intervalos más o menos distantes, de temas esenciales de la obra". La clave del arte estaba en la selección. "Si (el biógrafo) es capaz de elegir sin empobrecer, hace exactamente una obra de artista", subrayaba.

Casi al mismo tiempo en que, de la mano de Strachey, Maurois o el alemán Emil Ludwig (autor de una popularísima biografía de Napoleón que también abusaba de los soliloquios) el género exploraba sus más lejanos horizontes artísticos, Harold Nicolson vaticinaba que el futuro estaba en su aspecto científico. Una documentación laboriosa permitiría atender la curiosidad insaciable que exige "todos los hechos" de una vida. El retrato parcial, literario, sería desplazado por la especialidad técnica. "Mientras más la biografía se convierta en una ciencia, menos será un género literario", aseguraba.

De tan exagerada, la predicción no podía cumplirse más que en parte. Es cierto que la experimentación artística con la biografía pronto tocó límites infranqueables y no tardó en volverse sobre sí misma. El biógrafo pasó al primer plano y se convirtió él mismo en tema de la obra junto con el biografiado (el mejor ejemplo o, según Edel, el único exitoso, es la fascinante The Quest for Corvo [1934Á, de A. J. A. Symons).

BUENOS EJEMPLOS

Pero también es verdad que la antinomia arte-ciencia pudo salvarse. Los modelos abundan y ratifican la preeminencia anglosajona y, en menor medida, francesa. La lista es abundante y variada a partir de la segunda mitad del siglo XX. Pueden mencionarse las minuciosas vidas de Joyce y Oscar Wilde por Richard Ellmann; el Proust en dos tomos de George Painter; los monumentales cinco tomos del Henry James de Edel; la popular saga de escritores y estadistas rusos que desplegó Henri Troyat; el rescate de los románticos ingleses por Richard Holmes (quien también ha reflexionado mucho sobre el género); el Montaigne a caballo de Jean Lacouture, también biógrafo de Mauriac y De Gaulle; las reinas que historió Antonia Fraser, de María Estuardo a María Antonieta; el asombroso Keynes de Robert Skidelsky; el Freud de Peter Gay; el gigantesco Hitler de Ian Kershaw; el Franco de Paul Preston; los abordajes de Peter Ackroyd a Dickens, T.S Eliot o Santo Tomás Moro; la extraordinaria camada de biógrafas de habla inglesa (Claire Tomalin, Hilary Spurling, Hermione Lee, Stacy Schiff); el Camus y el Malraux de Olivier Todd, y los enjundiosos y creativos autores de biografías políticas surgidos en los últimos sesenta años en Estados Unidos: David McCullough con Harry Truman y John Adams; Robert Remini con Andrew Jackson; Edmund Morris con los tres tomos sobre Theodore Roosevelt, y Robert Caro, quien trabaja ya en la quinta y última parte de su vida de Lyndon Johnson.

Esa obra vasta sobre un político tan eficiente cono inmoral a la que Caro dedicó casi cuarenta años de esforzada tarea, es un prodigio de documentación obsesiva en archivos inabarcables, pero escrita con una sensibilidad literaria que nada tiene que envidiar a la mejor de las novelas. Y vuelve a confirmar que el biógrafo, pese a su tendencia a ser complaciente y a embellecer la historia oficial, aún puede estar a la altura del mandato tantas veces citado del crítico británico Desmond MacCarthy: aquel que lo invita a ser un "artista bajo juramento".