¿Nos robaron la pelota, o la perdimos?­

­Pasaron 15 días y corrieron ríos de moralina, opinadores transformados del día a la noche en analistas sociológicos. Declaraciones de ocasión, que caminaron más por lo hipócrita que por la franqueza. Buscando culpables y dejando en un segundo plano, y bien lejos, las soluciones. Claro para ello hay que tener en claro cuál es el mal a erradicar, en dónde está enquistado el problema que llevó a que perdiéramos la final de lo que se llamó alguna vez Copa Libertadores de América. Alguien dijo una vez, como una plegaria: "¡Que no nos roben la pelota!". Ya no será posible hacer realidad ese anhelo. Parece tarde, pero puede haber reacción para lograr que la pasión argenta se limpie de impurezas tóxicas.

Fue muy triste -deportivamente hablando, que se entienda- que el título top sudamericano por excelencia haya cruzado el Atlántico. Ese traslado se llevó la historia, el sudor, la gloria, la mística, el espíritu americanista por el fútbol, por el que tantos equipos y jugadores hicieron. Independiente y su reinado, Boca que quiere y no puede aún ser el nuevo rey de copas, Estudiantes en las finales épicas con Peñarol, Nacional, dos gigantes uruguayos, el Santos de Pelé. Pero está claro que algo se ha roto y es dudoso que vaya a quedar soldado a la perfección, sin grietas.

Se escuchó a menudo, en estas dos semanas, que "no aprendemos más"; que "somos incorregibles", como tratando de convencernos de que no hay caso, que no hay esperanza, que la noche le ha ganado a la luz. Que la suerte está echada. Una frase de Eduardo Galeano, un futbolero de ley de estas tierras americanas, viene bien para tirar una brisa fresca con olor a jazmines, que se emparente con la esperanza misma. "El fútbol es la única religión que no tiene ateos". Por convicción, o hasta por obligación para darle cuerda a la vida, es mejor creer que darse por vencido, o entregarse a la reputación que viene desde afuera, desde la mirada del otro.

De todos modos, lo que sucedió a la vuelta del Monumental amerita masivos retiros espirituales. De todos. Y que nadie le señale al otro la receta, porque él mismo también la necesita. La miserias se han instalado en cada rincón de esta sociedad futbolera -no nos vayamos más allá del fútbol porque sería en un lodazal de difícil escape-, en la que nadie zafa. Hechos y dichos asomados desde la cúpula más alta, desde un vestuario y/o desde un panel de TV (léase medios en general) no hacen más que acrecentar una llama voraz que amenaza con arrasar todo en el fútbol argentino. Al menos, irresponsables.

Es todo lo contrario lo que se necesita para aplacar a las fieras que ganan las calles con una camiseta de fútbol, que ven al que lleva una distinta como el enemigo, como el que le quitará lo que más quiere. Y encima después aparecen los barras con todo el andamiaje de intereses y connivencias con el poder, que no saben de colores por más que lo juren, y que pueden llevar a dejar a los demás sin la fiesta.

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Y esto no es nuevo, porque ya nos han dejado los estadios con un solo color, con un solo cántico, con un único estribillo. Acto seguido, es decir luego de que sucede el hecho violento, ya sea el gas pimienta del Panadero o el botellazo y/o pedrada de Firpo, o quien haya sido, hay que rasgarse las  vestiduras para sacar a pasear la hipocresía, como reza la Marcha de la Bronca de Pedro y Pablo.

El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores; es para mirar y se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, en el que la pelota debe rodar, no importa dónde ni con qué testigos. 

Los mercaderes de las técnicas nacidas desde fríos escritorios, en donde los números son viles instrumentos de masificación para una carrera cuyo premio mayor es el tener y sólo tener, irrumpen. Están al acecho, esperando un tropezón, como el del fútbol argentino, para redondear el negocio globalizado.

La Copa Libertadores terminó en Madrid, nada menos. El Santiago Bernabéu albergó a semejante final entre River y Boca, en reemplazo del Monumental. Todo el glamour, el primer mundo, la infraestructura y la ingeniería al servicio de la comodidad, del confort, el orden del Viejo Mundo. Fascinante. Pero nosotros estamos lejos de eso.

Somos sudacas que hacen de la pasión -últimamente un término bastardeado tanto como historia o histórica- un mandamiento genuino. Es que nace y existe solo en el fútbol nuestro. Cuando se habla de pasión tiene que ver con aquel hincha que sufre por su equipo, que maldice por unos segundos al árbitro o al DT rival, o al 10 del otro, y que disfruta hasta las lágrimas los goles o las jugaditas de los suyos. Que dibuja sus tiempos para ir a la cancha sin importarle si va a sufrir o llorar de felicidad y que luego se queda "con esa melancolía irremediable que todos sentimos después del amor y al fin del partido", como escribió el autor uruguayo.

La pasión, por el contrario, no es golpearse el pecho y avisar que son los más guapos o que el de enfrente tiene que elevar su temperatura corporal, no es disfrutar de la desgracia deportiva del rival de siempre, no es tirar una piedra, un botellazo, pegarle a uno porque cometió el pecado de elegir otro color de camiseta. No es desconfiar siempre, de todos, no es especular. Pero lamentablemente esto ha ganado la escenografía.

Claro que tenemos derecho a ser mejor tratados en los estadios, a tener baños y no letrinas, orden y no incertidumbre, seriedad y no actitudes circenses (sería una joda bárbara lo que sucede si no fuera cierto, sic Tato Bores), a tener mejores transportes, y demás.

Quién podrá negar que esta final de Libertadores en el Bernabéu se bañó de  glamour, pero igualmente pareció que este River- Boca se jugó en el Teatro Colón. Pese a todo lo rudimentario y loco es preferible el fútbol nuestro, porque es la Bombonera o el Monumental, es el Obelisco o San Telmo, es la avenida Almirante Brown o Figueroa Alcorta, es la pizza, el choripán o la cantina. Algo así como el glamour criollo. Lástima que está invadido por los tóxicos.

Todo esto también se llevó la final cuando cruzó el Atlántico, porque el hincha -en este caso el de River- se quedó parafraseando a Eduardo Galeano: "No hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie". Es que no sé si nos robaron la pelota o nosotros la perdimos. No lo sé.