H. A. Murena y la crisis argentina

Hace seis décadas, este pensador describía los ingredientes de un conflicto que todavía no acertamos a comprender, ni a resolver.

Dos años después del golpe de estado que derrocó a Juan Perón, H. A. Murena publicó en la revista Sur unas Notas sobre la crisis argentina. La primera comprobación de su ensayo fue que la crisis no era una circunstancia del momento sino un proceso que llevaba ya tres décadas, y no tenía perspectiva de resolverse. Murena no era un pesimista sino más bien, como habría dicho Emmanuel Mounier, un "optimista trágico", y no le cerraba la puerta a la posibilidad de que el país escapara alguna vez de la trampa en la que se encontraba atrapado. "Eso quiero y lo deseo, aunque mis ojos no hayan de verlo"", escribió al fin de su artículo. 

Murena, quizás convenga recordarlo, fue una de las inteligencias más lúcidas que tuvo el país el siglo pasado. Murió en 1975 y efectivamente sus ojos no llegaron a ver el final de la crisis. Estremece comprobar que tampoco nosotros llegaremos a verlo: todos los ingredientes que Murena identifica en su análisis siguen hoy vivos y activos, y las alternativas de nuestra vida pública sugieren que ni siquiera tenemos conciencia de ellos.

SIN COMUNIDAD

La primera comprobación de Murena es la ausencia de lo que denomina espíritu de comunidad, eso que en estas columnas hemos llamado affectio societatis, y que también podría describirse como conciencia nacional. 

"No hay comunidad en la Argentina -escribe-. No formamos un cuerpo, aunque formemos un conglomerado. Una comunidad se constituye con la parte de sentimientos y esperanzas que cada uno de sus miembros delega en los demás".

Esa delegación exige un reconocimiento del otro y además un alto grado de confianza en el otro. Que no excluyen, sino que necesitan, la disidencia. "En una comunidad real tiene que haber partidos que pugnen en sentidos diversos: de ello depende el movimiento, la vida misma de la comunidad", agrega.

"Un lugar de esa vida, la Argentina tiene un enconado caos faccioso. No hay un organismo al que todos se sientan pertenecer". Cada facción cree representar el todo, y de ahí la permanente tentación del totalitarismo. Y de ahí también la atribución recíproca de culpas.

Para Murena, en la Argentina no hay en realidad más que dos grandes bandos enfrentados: las fuerzas oligárquicas y las fuerzas populares, que no representan según él ideas o intereses contrapuestos sino más bien estados de ánimo, o, diría yo con palabras de Alfredo Zitarrosa, "modos de conciencia" (Esto permite entender que jóvenes de clase alta se incorporaran a la guerrilla izquierdista en los 70, o que por ejemplo los Macri hayan emergido de La Matanza para convertirse en una de las familias poderosas del país). 

En consecuencia, dice Murena, la crisis argentina no es de orden político ni de orden social, sino de orden moral. 

Las explicaciones sociopolíticas confunden las consecuencias con las causas, y polarizan a una ciudadanía que acepta tales esquemas simplistas porque alivian pasajeramente su inquietud.

SUICIDA EN AGONIA

Murena le reconoce a la oligarquía argentina haber organizado y gobernado el país con estilo, vigor y firmeza, hasta que empezó a desoír a sus antagonistas, y a olvidarse de sí misma. Le reprocha no haber preparado a sus hijos para conservar el poder sino para llevar una vida regalada: "Les permitió creer que el país era una casa en la que los amos por derecho eran ellos". Y le reclama especialmente haber sido factor decisivo para la aparición del peronismo: "Con pecados de omisión y comisión, la oligarquía presionó hasta engendrar una tensión pública que no tenía otra salida que el peronismo. Desoyó a la mitad del país, se burló de ella pasándola por alto. No por avidez, como se pretende, sino por una soberbia que asumió la máscara bondadosa del patriarcalismo. Generosa con aquellos que estaban de su lado, no toleró a los que decidían no necesitar de ella. "Enajenada de la realidad, la oligarquía se volvió indigna del país que estaba manejando, dice Murena. "Perón apuñaló a un suicida en agonía".

Desde el bando opuesto, la oligarquía enfrentó en los comienzos una simple demanda de reconocimiento: "Las fuerzas populares querían paliar la humillación de que su existencia no hubiera sido reconocida por las fuerzas antagónicas. Ahí estaba el recuerdo de la mirada de un amo que no los veía más que cuando se ponían díscolos, y que entonces inmediatamente dejaba de verlos, los convertía en inexistentes". 

Observa Murena: "En el lapso yrigoyenista a esas fuerzas les bastó con sentirse representadas en el gobierno, no necesitaron exasperar una cuestión de clases o económica cuya existencia reconocían."Fue el peronismo el que las azuzó a buscar satisfacción en esos planos: "Pretendió organizar una justicia social que a lo que más se parecía era a una venganza", pero al no encontrar allí el alivio que buscaban, que era más bien de orden moral, las fuerzas populares "contrajeron el mal de la agresividad", agrega el ensayista.

CORRIO SANGRE

La historia y la sangre han corrido en los sesenta años transcurridos desde que Murena escribio sus Notas. Los ingredientes esenciales de la crisis que él describió entonces siguen vivos, pero, como ciertas organismos, han evolucionado hacia formas más agresivas y letales. 

Eclipsada la vieja oligarquía, paternalista y arrogante, ocupó su lugar una élite mafiosa, sedienta de dinero, mezquina y despiadada, desclasada y cambiante, ajena a cualquier compromiso que exceda su cuenta bancaria, capaz de entregar el país al mejor postor si la comisión es interesante. Las fuerzas populares, convencidas de que si a alguien algo le falta es porque otro se lo quitó, abrevaron sin pausa del tóxico caldero del rencor y el resentimiento, puesto a hervir en los años peronistas y aromatizado luego con las hierbas ideológicas del progresismo. Pasiones nihilistas que estallaron en la violencia setentista y se prolongaron luego como guerra cultural, al amparo de los gobiernos socialdemócratas que la sucedieron.

El análisis convencional del izquierdismo guerrillero y de su sucesor, el marxismo cultural, suele colocar demasiado énfasis en lo ideológico. Pero la ideología es el edulcorante de un estado de ánimo. Me parece que habría que prestar más atención al resentimiento, según Murena instalado por el peronismo, y al nihilismo consecuente, sobre el que oportunamente llamó la atención Víctor Massuh, otro notable pensador argentino. Las fuerzas populares anteriores al peronismo no fueron resentidas ni rencorosas, sino orgullosas y desafiantes.

"El futuro es nuestro por prepotencia de trabajo": la frase de Roberto Arlt está a años luz de distancia de las metrallas montoneras, las cátedras progresistas, o las feministas que defecan en la Catedral. 

Y lo mismo puede decirse del reiterado recurso a la violencia con que la oligarquía prolongó su agonía. También allí la ideología fue el edulcorante de un estado de ánimo: la tardía conciencia de la pérdida del poder y sus privilegios, y la incapacidad para reconfigurarse en un mundo que ya no estaba ordenado para su placer y beneficio.

Diferentes fenómenos -el derrumbe del Imperio Británico, la irrupción del peronismo- arrancaron de sus raíces a las fuerzas oligárquicas y a las fuerzas populares, les arrebataron el sentido de la realidad, y las depositaron en los umbrales de la violencia.

"El violento está desesperado porque le falta la guía de la realidad y agrede para que se la devuelvan -escribe Murena premonitoriamente-. Pero de tal modo se aleja y se extravía cada vez más. La realidad es la esfinge, y quien pierde la serenidad ante ella se ve devorado. Lo mismo le acontece al que se duerme. Tal fue el destino común de las fuerzas oligárquicas y las fuerzas populares. Ahora no hay nadie. Dos fantasmas luchan entre sí en la sombra levantando nubes de polvo". Quince años más tarde de estos escritos los fantasmas saldrían a la luz, recobrarían su forma corporal, y harían correr ríos de sangre.

EXASPERACION

"Frente a ese monstruo -se compadece Murena-, los pobres políticos, encargados de reducirlo, de domesticarlo, de presentarlo en el salón mundial de la democracia para que haga algunas de las piruetas de moda. Forzados desde hace un siglo y medio a hablar de democracia, cuando su auditorio no tiene nada que ver con la democracia, no quiere saber nada de ella". Pero la compasión deja enseguida paso a la exasperación: "Pues, si se mira a fondo ¿qué quiere este país? Un rey, una monarquía, un poder absoluto que represente al bando al que se pertenece y aplaste a los contrarios. La otra mitad del país fomentará la anarquía hasta que logre deponer a ese rey y montar en el trono al que ella sostiene. Y así. Monárquico-anarquistas: eso somos, por darle un nombre".

Este pensador, dije más arriba, no era un pesimista y, como suele decirse, veía en la crisis una oportunidad. "La conciencia de la crisis -advierte su texto- puede llegar a ser la primera célula de ese tejido llamado sentimiento de comunidad. Sólo la crisis podrá tomamos por el cuello y arrojarnos de bruces sobre lo real. Cuando el fracaso sin precedentes de las excusas que la política proporciona haga que todo se torne angustiosamente inseguro, cuando en el fondo de nosotros mismos la falsedad de nuestras posiciones se nos abra como una trampa, entonces es posible que nos volvamos hacia nuestro quehacer cotidiano para buscar allí un refugio y un nuevo punto de partida". 

La disposición a dar como restablecimiento de la affectio societatis y el trabajo como acercamiento humilde a la realidad son condición, instrumento y expiación para superar una crisis que, según Murena, es una cuestión moral y no es una cuestión económica ni tiene solución económica: "Al demonismo que periódicamente irrumpe en la vida argentina no se lo alimenta con trivialidades. Al cabo -sostiene-, es una forma de religiosidad y el espíritu religioso se resistirá siempre a los consuelos de lo relativo, que a la larga no son más que una exaltación de lo mundano".