Las adicciones en el frente de batalla

Cuando las autoridades nazis les anunciaron a las tabacaleras alemanas la aplicación de un nuevo impuesto al cigarrillo, les advirtieron que "el führer no fuma".

Este fue un duro golpe a la industria que había apoyado con fuertes sumas de dinero la campaña de Hitler. Alemania fue el primer país en asumir políticas públicas contra el tabaco y el uso de drogas. Claramente se les advertía que los alemanes "no tienen el derecho de dañar su cuerpo con drogas".

En realidad, los estaban preservando para morir en combate por la causa del Nacionalsocialismo.
Aunque Hitler había sido fumador en su juventud, dejó este vicio (no otros que abarcan su curiosa vida sexual) y a lo largo de su gobierno tomó varias medidas para desalentar el hábito, como crear un instituto específico en la Universidad de Jena a fin de estudiar las adicciones, prohibir a los militares con uniforme fumar en la calle, al igual que a los aviadores de la Luftwaffe. Hasta tenía pensado obligar a las tabacaleras a colocar una advertencia en los atados de cigarrillo: "Peligro, el humo del tabaco mata".

Pero la guerra también mata, no solo a las personas sino a los ideales. Hitler no se atrevió a llevar adelante su plan de privar a sus soldados de un estimulo exógeno porque se percató que era imposible pedirle que sobrellevasen la dura lucha en el frente sin su dosis diaria de nicotina. 

El pragmatismo nazi fue más allá, no solo los soldados alemanes necesitaban tabaco sino una sustancia que mantuviese despierto y atento al combatiente, contradiciendo esa prohibición de "dañar su cuerpo con drogas" (total, la mayoría moriría igual).

Un polvito blanco sintetizado bajo el nombre de anfetamina era la sustancia mágica que dejaba a sus combatientes en óptimas condiciones para soportar las fatigas del combate o el estrés del führer. 

El uso de estimulantes no fue exclusivo de los alemanes, ambas facciones abusaron de este compuesto. Mientras que el ejército americano distribuía generosamente tabaco de Virginia y Bencedrina (nombre comercial de la anfetamina en Estados Unidos), los alemanes repartían tabaco (griego para ser más específicos) y Pervitin (nombre comercial de la anfetamina fabricada en Alemania por el laboratorio Temmler).

Ninguno de los contrincantes se anduvo con chiquitas. Los americanos calculan que durante la Segunda Guerra sus soldados consumieron 180 millones de píldoras de Bencedrina, mientras que los alemanes, solo desde abril a julio de 1940, se tomaron más de 35 millones de tabletas de Pervitin.

Pronto comenzaron a detectarse efectos colaterales -taquicardia, visión borrosa, depresión, ansiedad y dolores de cabeza- que obligaron a declarar al Pervirtin "sustancia de uso restringido", pero no prohibida. De hecho, su uso se generalizó y el mismo Hitler se hacía inyectar diariamente en su trasero nazional socialista una mezcla de anfetaminas y polivitaminas (inventada por su médico personal, el doctor Theodor Morell). Al parecer 1.800 dosis de estos compuestos estimularon al "pequeño cabo" (así lo llamaban irónicamente los generales alemanes a Hitler) hasta tu trágica desaparición. Esta persistencia terapéutica le ganó a Morell el mote de Ministro Inyector. 

Las tropas alemanas siguieron el ejemplo de Führer (por eso era el conductor) y le dieron duro y parejo al Pervitin, la única forma de hacer tolerable las condiciones en el frente ruso. Curiosamente, tanto los ejércitos aliados como el alemán castigaban el uso de cocaína y de compuestos opiáceos.

Las políticas de Estado convierten vicios privados en virtudes públicas de acuerdo a sus necesidades. Los principios ceden al pragmatismo. Las naciones en pugna no temieron poner en peligro la salud de sus combatientes en aras de la victoria, sin importarle las secuelas físicas y psíquicas que dejaban en el camino.