La novela del príncipe

Sesenta años atrás se publicaba en Italia "El Gatopardo", de Giuseppe Tomasi Di Lampedusa. Pese a ser una de las grandes creaciones literarias del siglo XX, la obra fue rechazada por varias editoriales y estuvo a punto de caer en el olvido. Sus temas y su aristocrático autor desconcertaron al mundo cultural de su tiempo.

Sesenta años atrás, el 11 de noviembre de 1958, la editorial Feltrinelli publicaba El Gatopardo. Con ese gesto salvaba casi in extremis el prestigio del mundo editorial italiano, que había estado a punto de condenar al ostracismo a la que tal vez sea la mejor novela aparecida en la península en el siglo XX, y una de las más grandes escritas en cualquier idioma en el mismo período.

Poco faltó para que se consumara el desastre. El anacronismo del tema y el estilo de la novela; la oscuridad de su autor, que para peor, era un príncipe siciliano sin ningún antecedente literario; la moda de la literatura comprometida y el auge del neorrealismo; el clima intelectual dominado por la interpretación marxista del progreso histórico: todos esos factores se habían coaligado para sabotear la publicación de una indudable obra maestra.

Pero visto a seis décadas de distancia, lo más asombroso del rechazo es que dejara de lado la evidente calidad del libro, que salta a la vista desde la primera página, casi en la primera línea. Son tantas las virtudes de la escritura y tan escasos los defectos que cuesta ponerse en la piel de los editores, algunos de ellos hombres de letras muy distinguidos como Elio Vittorini, que vetaron la salida del prodigio.

MERITOS

Los méritos de El Gatopardo son llamativos, incluso en relectura y a pesar del paso del tiempo, y por eso no es fácil definir su mayor encanto. Por un lado está la trama histórica centrada en la expedición de Garibaldi a Sicilia en mayo de 1860 y el comienzo de la unificación italiana, es decir, el venerado y discutido Risorgimento. Luego, el estilo, que es a la vez exacto y sensorial, y que se halla en perfecta armonía con la historia que cuenta. Es un refinamiento que brilla en las vívidas descripciones de paisajes, ciudades, construcciones, alimentos y animales (cómo olvidar al perro Bendic˜). Y que alcanza la cumbre en la pintura de los personajes encabezados por el príncipe Fabrizio, el protagonista absoluto del que se vale el autor para contar la novela a través de sus acciones, pensamientos y reflexiones, y es el símbolo cabal de ese pintoresco mundo antiguo que se derrumbaba ante los vientos de la modernidad.

La gama de recursos y la precisión casi infalible con que se los emplea desconcertó desde siempre a los críticos. Casi tanto como el hecho de que el ejecutor de la proeza fuera un sexagenario que con esta obra hacía su debut en la literatura. El príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa, último descendiente de una arruinada familia de la nobleza, había abrigado por veinte años la idea de la novela hasta que a mediados de 1954, después de asistir a un congreso literario junto con el poeta Lucio Piccolo, primo suyo, se animó por fin a probar suerte en la escritura. Lo hizo espoleado por el éxito que había tenido un libro de Piccolo, a quien consideraba un talento inferior, y por la decepción que le causaron algunas de las figuras de las letras peninsulares con las que se cruzó en las sesiones (entre ellos, Eugenio Montale).

Lampedusa tenía entonces 57 años. Hasta ese momento sólo había escrito un puñado de artículos, las anotaciones de su diario personal y los resúmenes de las clases informales de historia y letras europeas que dictaba a un grupo selecto de alumnos. Era, eso sí, un hombre culto y refinado, que dominaba seis idiomas y que parecía haber leído y analizado toda la literatura occidental a lo largo de una vida solitaria y taciturna, apenas interrumpida por su matrimonio -tardío para aquella época- con la psicoanalista letona Alessandra Wolff. 

A partir de 1954 dedicó a la novela los últimos 30 meses que le quedaban de vida. Escribía casi todos los días en la biblioteca de su casa en Palermo o en un café cercano. Su primera inspiración, acaso dictada por el Ulysses, fue contar un día en la vida de un bisabuelo que había sido aficionado a la astronomía. Pero pronto la abandonó, convencido de que no tenía el talento de Joyce.

Sin embargo, el primer capítulo, que en efecto se ciñe a un día en la vida del imaginario Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, fue el que más pulió y revisó durante al menos cuatro meses antes de pasar a los demás.

SENTIDO OCULTO

Fue un avance trabajoso, que interrumpió para componer un boceto de autobiografía y un par de relatos. El primer borrador de la novela lo concluyó el 8 de marzo de 1956. Pero siguió escribiendo y hasta agosto de ese año fue sumando capítulos intermedios hasta llegar a la cifra de ocho que figurarían en la obra concluida. Lampedusa estaba "razonablemente seguro del valor de su libro" aunque tenía "reservas sobre ciertos pasajes", observó su biógrafo inglés, David Gilmour, autor de

El último gatopardo (Siruela, 1994). Más tarde explicó a un amigo que (el libro) era "irónico, amargo" y que había que "leerlo con gran atención porque he sopesado cada palabra y todos los episodios tienen un sentido oculto".

El consejo vale sobre todo para analizar al protagonista. Aunque inspirado en un lejano pariente, el Fabrizio de la novela comparte el escepticismo de su creador y su visión pesimista de la vida en general y del destino de Sicilia en particular, que es el blanco de sus condenas más crueles ("los sicilianos no querrán nunca mejorar por la simple razón de que creen que son perfectos; su vanidad es más fuerte que su miseria"). Pero suele olvidarse que no es él quien pronuncia la frase más famosa del libro, aquella que se convirtió en credo de los cínicos y los oportunistas de la política y de la historia: "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie".

El que la dice es Tancredi, sobrino favorito de Fabrizio y la encarnación de los ideales de cambio y libertad que, supuestamente, deberían ser la contracara de los valores tradicionales que representa el príncipe.

Lampedusa murió en julio de 1957, víctima de un cáncer de pulmón, más de un año antes de que viera la luz la obra que lo encumbraría en las letras universales. Se fue a la tumba informado de las ingratas noticias de los rechazos del manuscrito, primero en Mondadori, y luego en Einaudi, y en ambos casos por intervención de Vittorini. La segunda vez, el hombre que, según Gilmour, se veía "como molde de la literatura italiana de posguerra, un profeta del neorrealismo y la experimentación", objetó la novela por "ensayística" y desequilibrada, además de porque el tono y el lenguaje eran "bastante anticuados".

El Gatopardo parecía condenado al olvido. Pero en marzo de 1958 el escritor Giorgio Bassani, editor en Feltrinelli, se comunicó con la viuda de Lampedusa para informarle que el sello quería publicar la obra. Bassani había recibido una copia mecanografiada del libro que desde el año anterior estaba en poder de Elena Croce, hija del filósofo y agente literaria.

"Desde la primera página me he dado cuenta de que me encontraba ante la obra de un verdadero escritor -confió Bassani en carta a la viuda-. Al ir avanzando, me he convencido de que el verdadero escritor también era un verdadero poeta". 

La novela salió el 11 de noviembre. Quince días después apareció en La Stampa, con la firma de Carlo Bo, la primera de una larga serie de críticas elogiosas. En julio de 1959 El Gatopardo obtuvo el premio Strega, el más importante de las letras italianas. Especialistas y lectores comunes coincidían en alabar la creación del difunto Lampedusa. Pero el reconocimiento no era unánime.

Los neorrealistas y la izquierda italiana en general seguían sin convencerse. Vasco Pratolini vio en la obra del príncipe una regresión literaria y Alberto Moravia la tachó de derechista. Tampoco Leonardo Sciascia pudo aceptarla en un principio (aunque después cambió de opinión). Y Vittorini, desconcertado, continuó tratando de justificar -sin éxito- su doble negativa a publicarla.

Mayor perspicacia demostraron algunos extranjeros. El escritor comunista francés Louis Aragon superó los prejuicios y tomó distancia de la crítica ideológica. A su juicio, El Gatopardo era "una de las grandes novelas de este siglo, una de las grandes novelas de todos los tiempos, y tal vez...la única novela italiana". Más sucinto, uno de los autores favoritos de Lampedusa, el inglés E. M. Forster, alabó el "noble libro" del príncipe siciliano y opinó que no era "una novela histórica" sino "una novela que pasará a la historia". Y así fue.