La etapa más sangrienta de la insurrección anticristiana

En "El Zar y la revolución", Nicolás Kasanzew restablece la verdad sobre la tragedia del comunismo en Rusia.

Por Mario Caponnetto * 

PARA LA PRENSA

He aquí un libro necesario y oportuno. Necesario, porque es un libro que restablece la verdad histórica respecto de un acontecimiento de extraordinaria relevancia no sólo para Rusia sino también para todo el mundo: la caída de una de las últimas monarquías cristianas de Europa y el advenimiento de la mayor tragedia que conoció la Cristiandad, el comunismo ateo. Y restablecer la verdad, siempre es necesario.

Oportuno, porque esta obra ve la luz precisamente este año de 2018 en que se cumple el primer centenario del bestial asesinato del Zar Nicolas II y toda su familia. Digamos, también, que el autor de un libro como este no podía ser entre nosotros sino Nicolás Kasanzew, este antiguo y querido amigo a quien agradezco profundamente que me haya honrado con este cometido de comentar su obra; y no podía ser otro porque Kasanzew si bien es nuestro, es genuinamente argentino no solo por su talante tan porteño sino también por su vital compromiso con la Patria Argentina como lo muestra su permanente testimonio en pro de la noble causa de Malvinas, no obstante pocos como él encarnan el alma de la Vieja Rusia, esa Rusia que le viene por la sangre y el espíritu de numerosas generaciones, esa Rusia que aprendimos a conocer y admirar en la lectura de sus grandes escritores, en la contemplación de sus iconos y en el genio de sus grandes científicos. 

DESMANTELAMIENTO

El libro que presentamos describe el largo proceso que desembocó en la Rusia de los Zares en la Revolución de febrero, primero, y en el asalto bolchevique al poder, después, en octubre de 1917. Fue un proceso que podemos caracterizar como de progresivo deterioro de todo aquello que el esfuerzo y la sangre de sucesivas generaciones había ido edificando en la extensa geografía rusa y que en esencia podemos caracterizar, según lo adelantamos, como una auténtica Monarquía Cristiana, esto es, la parcela oriental de la Cristiandad.

Más allá de cualquier crítica que pueda formulársele, el Antiguo Régimen ruso representaba el ideal cristiano de la sociedad humana, ideal centrado en la Fe y en la clara conciencia de que todo reino temporal debe, en definitiva, ordenarse al Reino de Dios. En el caso de Rusia, además, este sentido profundamente religioso se acompañó siempre de una inocultable vocación ecuménica; en efecto, como España (con la que se dan muchas y sorprendentes semejanzas), también Rusia se entendió a sí misma como una nación misiva, esto es, una nación portadora de una misión en lo universal.

Kasanzew retrata muy acertadamente cuál fue y como fue el alma que animó a ese Ancien Régime ruso encarnado en la Monarquía: "Todo lo que Rusia y el ser ruso han tratado de dar a la humanidad y al pueblo ruso, -todo aquello sobre lo cual realmente se construyó su historia y su ser nacional- no estuvo basado en principios de conveniencia, sino en puntos de partida morales. Renunciar a ellos, era renunciar a mil años de su historia. Como consecuencia hace cien años que Rusia no puede encarrilarse [...Á Durante más de diez siglos de su historia, la tradición política nacional rusa estuvo encarnada en la Monarquía rusa. Si esa tradición hubiese sido infructuosa -no todas las tradiciones son exitosas- en esas condiciones históricas y geográficas jamás podría haberse formado una nación. Y sin embargo, se formó"" (páginas 149, 151).

Pues bien, desde mediados del siglo XIX y hasta los principios del siglo XX este viejo edificio secular de la Monarquía comenzaba a dar muestras inequívocas de agotamiento y de crisis. Varios factores convergieron en la configuración de esta crisis sin la que es absolutamente imposible entender la tragedia revolucionaria cuyos ecos llegan, no obstante la caída de la Unión Soviética, hasta nuestros días.
Kasanzew describe con minuciosidad el proceso de crisis al que venimos aludiendo y que nuestro autor caracteriza, siguiendo al historiador Serguei Oldenburg, como "las trágicas contradicciones" de la vida rusa. ¿Cuáles eran estas contradicciones? La más importante de ellas, responde Kasanzew, era la persistencia de un régimen estamental en el que la masa de la población rusa, su campesinado, carecía de plenos derechos en lo económico, político y, sobre todo, en lo administrativo. Ahora bien, este régimen estamental se había ido configurando gracias a la claudicación de la nobleza que fue absorbiendo en su exclusivo beneficio no sólo los ya mencionados derechos del campesinado sino también, y esto es muy importante, fue aniquilando lo que podemos llamar un régimen administrativo basado en la fuerte presencia de los cuerpos intermedios, -esas sociedades infrapolíticas que constituyen un autentico plexo y entramado social que hace de la sociedad política una verdadera sociedad de sociedades y no ese inmenso vacío sobre el que se asienta sea el individualismo liberal, sea el colectivismo marxista-, para sustituirlo por una burocracia que, en duras pero exactas palabras del autor, acabó apretando como una tenaza de hierro el genio del pueblo ruso.

Este es un punto muy interesante en el que conviene detenerse. Se trata de una nobleza, una aristocracia que deserta de su papel de tal, que se convierte en una oligarquía, que termina por oprimir al resto de la sociedad y, lo que resulta aún más significativo, termina por oponerse a la misma Monarquía a la que separa del pueblo.

Tal cono nos alecciona Kasanzew, en la Rusia de los zares moscovitas existía un régimen del tipo del que acabamos de reseñar y que está en la mejor tradición política de la Cristiandad, un régimen de representación popular a través de sindicatos, cooperativas, comercios, en suma una organización de cuerpos sociales intermedios, orgánicamente desarrollados. Justamente es esta organización, que establecía un adecuado equilibrio social, la que resultó desmantelada por una nobleza devenida en oligarquía. Podemos decir que en Rusia se dio, en cierto modo, una réplica de la Revolución Francesa: como sabemos el primer acto de esa Revolución -que acabó con la Monarquía y la Nobleza y entronizó en su lugar a la burguesía y a las finanzas- fue destruir el sistema medieval de los gremios mediante la tristemente célebre ley Le Chapelier.

LA INTELLIGENTZIA

Esta nobleza devenida en oligarquía, a la que nuestro autor identifica como "la derecha" y a la que dedica muchas de las páginas de este libro, fue por cierto un factor decisivo en la progresiva descomposición de la sociedad rusa. Pero no fue el único factor. Hubo otros que contribuyeron grandemente a la configuración de este clima que podemos llamar "prerrevolucionario" y sin el que no se explica, repetimos, la tragedia revolucionaria del 17.

Uno de esos factores fue el que Kasanzew identifica como la "intelligentzia", esto es, una intelectualidad que se dejó ganar por las ideologías revolucionarias y progresistas que provenían de Occidente. Si la aristocracia desertó de su papel social hasta convertirse en oligarquía, esta intelectualidad desertó de su papel de transmitir y renovar la tradición rusa para hacerse portaestandarte de las ideas revolucionarias que al mismo tiempo germinaban en los círculos europeos occidentales. Es el proceso del liberalismo y del progresismo, tan bien descripto en las novelas de Dostoievski: los hijos de aquellos liberales y progresistas fueron, en casi todos los casos, los socialistas que hicieron la revolución.

Esta "intelligentzia" nada tenía que ver con los verdaderos intelectuales rusos, sobre todo los que en el campo de las ciencias y las letras dejaron muy arriba el prestigio de Rusia. Un Mendeleiev, por ejemplo, en la química, un Dostoievski en la gran literatura, un Pavlov, en medicina, no formaban parte de esa intelectualidad iluminada y extranjerizante. Ninguno de ellos, de hecho, se contaron entre los revolucionarios. Nuestro autor califica a esos intelectuales de la "intelligentzia" como "intelectuales de segunda" -por oposición a aquellos otros, los "intelectuales de primera"- y fueron estos intelectuales de segunda, un Gorki, un Miliukov, un Kerensky, por citar algunos ejemplos, los que finalmente hicieron la Revolución.

Otro factor muy importante en todo este proceso fue la traición de los altos mandos militares. Kasanzew dedica también a este tema un amplio tratamiento. La gravedad de esta defección militar se mide con toda exactitud si se tiene en cuenta que al momento de producirse la Revolución, Rusia se hallaba en guerra con Alemania en el marco de la I Guerra Mundial. De verdadera "puñalada por la espalda" califica nuestro autor a esta defección del Alto Mando Militar cuya figura emblemática fue el General Alexeiev uno de los máximos responsables de la debacle militar rusa y de la caída del Zar Nicolás II.

A todos estos factores se sumaba, además, un empresariado que al verse despojado de sus legítimos derechos a participar en la vida política por parte de esa aristocracia devenida en oligarquía acabó por oponerse al gobierno y cooperar de hecho con el vendaval revolucionario. Añádanse a esto el silencio de la Iglesia, la injerencia de las logias masónicas, la conformación de un incipiente proletariado azuzado por la "intelligentzia", más una maraña de calumnias y mentiras destinada a erosionar el prestigio del Zar y la Zarina (la absurda leyenda de un Rasputín que ni era monje ni tenía influencia alguna sobre los monarcas fue y sigue siendo la más paradigmática de estas mentiras) y se tendrá el cuadro completo de aquella Rusia de febrero de 1917 en la que el Zar fue obligado a abdicar y el gobierno pasó a manos de esa derecha conjugada con los otros actores que hemos mencionado a cuya cabeza estuvo Kerensky, el hombre cuyo nombre pasó a ser para siempre sinónimo de cómo el liberalismo, el democratismo y los progresismos varios sólo conducen a una única meta: el comunismo ateo. 

EL ZAR, KERENSKY Y LENIN

En este escenario que, reitero, Kasanzew describe con mano maestra, va a desarrollarse el drama, la tragedia, de la revolución de 1917 con sus dos etapas, la de febrero y la de octubre. En este escenario aparecen numerosos personajes que nuestro autor describe con cabal conocimiento de cada uno de ellos; pero en medio de tantos personajes se recortan y destacan a nuestro juicio, tres figuras centrales.

La primera, la del Zar Nicolás II, un auténtico príncipe cristiano que intentó llevar adelante, con el inestimable auxilio de su Primer Ministro Stolypin, un programa de verdadero progreso y de prosperidad de la sociedad rusa, toda una reforma cuyo fin era terminar con ese régimen estamental del que hablamos antes. Nicolás II tuvo que enfrentarse a la oposición de la nobleza, a la traición de los altos mandos militares y al asedio de los revolucionarios. Todos ellos conjugados oficiaron como una suerte de "tabique" entre el Zar y su pueblo. El Zar hacía todo lo posible para mejorar las condiciones de vida de su pueblo y éste le respondía con toda su confianza. Por eso, ni la revolución de febrero ni la de octubre salieron del pueblo sino desde ese tabique que quería someter tanto al monarca como al pueblo. Este es un punto que Kasanzew enfatiza de modo especial: la Revolución comunista ni fue obra de las masas desposeídas y hambrientas, ni de la conciencia madura del proletariado ni de ninguna de las ficciones a las que nos tiene acostumbrados la propaganda ideológica de las izquierdas y aún de algunas derechas que compiten por ser más progresistas que los progresistas. No: esta revolución fue hecha por una clase dirigente literalmente enloquecida, como muy bien adjetiva Kasanzew, una clase dirigente desertora que tras un largo proceso de claudicación y de traiciones derrocó al Zar, único garante de la paz y de la unidad de la Nación, para acabar abriendo las puertas del poder a sus propios verdugos. La figura del Zar, muy bien trazada en estas páginas, sobresale en este escenario con la grandeza propia de un gobernante servidor de su pueblo y, al final, con la gloria del martirio que coronó su vida.

La otra figura es la de Kerensky, un típico representante de la "intelligentzia" rusa, al que le correspondería la triste misión de llevar a su patria al abismo de la más sangrienta y monstruosa revolución que haya conocido la historia. Su gobierno débil, incompetente, sumió a Rusia en un verdadero caos y anarquía. La Revolución de Febrero había suprimido la monarquía y su aparato administrativo y policial, pero había conservado todo lo demás (parlamento, gremios, municipios, Iglesia, ejército); sin embargo, teniendo todo esto en sus manos los demócratas con Kerensky a la cabeza, dejaron el poder vacante; muy pronto ese poder vacante lo tomaría Lenín.

Lenín, pese a que no se lo menciona demasiado en el libro, aparece no obstante como la tercera gran figura en este escenario, proyectando su sombra ominosa. Sus bolcheviques asaltarán el poder en octubre y consumarán la terrible sangría que costó la vida de sesenta millones de rusos, sangría que como bien recuerda Kasanzew, aún no ha terminado.

NUEVO ORDEN MUNDIAL

Lo acaecido en Rusia en 1917 no afectó solamente a Rusia. El comunismo constituyó en su momento una de las etapas del largo periplo de la Revolución Anticristiana; a él le sucederá, en estos días lo vemos con toda claridad, este Nuevo Orden Mundial que continúa, metamorfoseada, la idéntica esencia atea, materialista y radicalmente anticristiana del comunismo. El comunismo no ha desaparecido, se ha metamorfoseado.

El comunismo fue una empresa a la que no trepidamos en caracterizar como de inspiración diabólica que dejó tras de sí una horrible secuela de sangre, de destrucción y de muerte. El Papa Pío XI, en su Encíclica Divini Redemptoris, conocida por contener aquella lapidaria afirmación: el comunismo es intrínsecamente perverso (pravus ab intrinseco), define claramente al comunismo como una radical secularización de la Promesa cristiana de un Redentor del mundo; así, en el lugar de la promesa del Divino Redentor, el Comunismo intentó poner la falsa promesa de un redentor demasiado humano, la promesa de una utopía tan precaria cuanto temible. Esta y no otro es y ha sido la esencia misma del comunismo. Y es esta esencia, repetimos, la que, tras la caída del muro en 1989, subsiste en esta nueva metamorfosis de la Civitas hominis en su guerra constante contra la Civitas Dei que conocemos como Nuevo orden Mundial. 
Para terminar quiero citar unas palabras del autor hacia el final del libro: "El presente libro pretende limpiar de mentirosas excrecencias la historia rusa de principios del siglo XX, rescatar la pisoteada verdad sobre la tierra de mis ancestros" (página 170).

Este libro es, por tanto, una obra de piedad, de aquella olvidada virtud que los clásicos llamaban pietas y que consiste en honrar a los mayores y en el amor a la Patria. Una virtud propia de hidalgos y de señores como lo es nuestro querido amigo.

* Profesor de Etica de la Univesidad FASTA.