Borges, peronismo y violencia

Naipaul, Chatwin y Theroux visitaron la Argentina en los años 70.

No fue en los tiempos del virreinato ni en el tumultuoso siglo XIX de guerras civiles y tardía organización. Apenas en la década de 1970, hace menos de medio siglo, también la Argentina podía ser uno de esos destinos exóticos, remotos, que ameritaban un viaje a lo desconocido desde el centro del mundo y una buena pluma para contarlo.

V.S. Naipaul, Bruce Chatwin y Paul Theroux, tres escritores-viajeros de renombre, los tres de habla inglesa y amigos además, coincidieron en hacer la travesía al extremo sur del globo. Los tres visitaron por separado a nuestro país entre 1972 y 1978. Ninguno escribió un libro de exclusivo tema argentino. Pero observaron, conversaron, tomaron nota y dejaron, cada uno a su manera, impresiones terminantes sobre el paisaje y su gente.

Naipaul llegó en misión periodística repartida en tres visitas. Chatwin viajó movido por un interés paleontológico en la Patagonia que heredó de su familia. A Theroux lo trajo un libro de viajes en tren por toda América. No deja de ser curiosa la coincidencia temporal y el interés de sus editores -literarios o de prensa- por enviarlos a la tierra del gaucho y del "maté", como transcribe Chatwin.

De los tres fue Naipaul el que dedicó más espacio a la realidad política y al pasado reciente del país. Sus crónicas, incluidas en la colección The Return of Eva Perón (1980), aparecieron primero en The New York Review of Books. Las escribió con el tono obsesivo y los juicios lapidarios que identifican su identidad literaria.

A Naipaul lo desconcertaba el peronismo, su arraigo popular y la devoción por Evita y el líder exiliado que a mediados de 1972 estaba por retornar a su patria trayendo consigo el cadáver embalsamado de su esposa. Viajó a Los Toldos, recorrió Córdoba y La Rioja, hizo vida social en Recoleta y visitó una villa miseria donde conoció a un sacerdote peronista de familia acaudalada (era el padre Carlos Mugica, pero no lo mencionó).

A su paso registró la creciente violencia guerrillera, con sus crímenes, robos, secuestros y personalidades divididas. "Se ven como héroes de historieta. Clark Kent de día en la oficina. Superman de noche, con un arma", le declaraba un "testigo independiente". Más de una vez cuestionó el papel de una prensa "libre pero inadecuada, (que) parece incapaz de detectar un patrón en los hechos que informa". Esa falta de solidez excedía a los periodistas. "No hay historia en la Argentina -observó-. No hay archivos; sólo tienen pintadas y polémicas y lecciones escolares".

Infaltable es la descripción de Borges, el entrevistado por antonomasia de esos años. Naipaul lo visitó en su casa, habló varias veces con él, lo citó a menudo en sus crónicas. Al tratar de definirlo marcó distancias. No parecía idolatrarlo. Es un "gran escritor, un poeta dulce y melancólico" cuya reputación anglo-estadounidense es "tan inflada y falsa que oscurece su grandeza". Le reconocía su patriotismo, pero distinguía en él una tendencia a "proclamar su separación de la Argentina" en sus críticas a España y los españoles y sus bromas contra los indios. Como otros antes y después que él, vio a un actor en el célebre entrevistado, el actor de una "interpretación curiosamente colonial" en su ostentosa anglofilia.

Chatwin apenas pasó por Buenos Aires en 1974, en viaje hacia la Patagonia argentina y chilena. Su libro es el más artístico de los tres, el que tiene el estilo más trabajado en su laconismo extremo que aprendió de Hemingway y de su tiempo como redactor de catálogos en Sotheby"s. Esas virtudes y otras transformaron pronto a In Patagonia (1977) en un clásico de la literatura de viajes. En sus páginas está todo lo que ahora se da por supuesto en el género: el narrador en primera persona, la alternancia entre lo real y actual y lo literario y pasado, el juego de crónica, aventura, historia y cierta ficción (que más tarde desataría polémicas).

La Patagonia de Chatwin es un territorio de paleontólogos, bandidos (Butch Cassidy y compañía), falsos monarcas, rebeldes, estancieros y, sobre todo, extranjeros. Todo el tiempo se cruza con ellos, escoceses, galeses, un lituano, alemanes, españoles monárquicos y hasta rusos blancos. Las personas le importan más que los paisajes, y las aventuras de la historia y la ciencia terminan sofocando las pequeñas peripecias del narrador.

Chatwin no habló con Borges, cosa rara, pero sí tuvo tiempo, antes de partir hacia el sur, de mencionar la violencia guerrillera y de atisbar la iconografía "sumamente complicada del peronismo", con el líder y sus dos esposas veneradas.

Más profesional y viajero, Theroux dedicó un par de capítulos a nuestro país en The Old Patagonian Express (1979), el libro de sus recorridos en tren de Boston hasta Esquel.

Sus observaciones son más superficiales, el ritmo más ágil y el estilo menos trabajado que el de los otros dos. Además, los pasajes en los que incluyó testimonios a favor del régimen militar serían impublicables hoy. Buenos Aires lo deslumbró. "Había esperado un lugar bastante próspero, gauchos y ganado, y una dictadura implacable -advertía-. No había previsto su encanto, las seducciones de su arquitectura, o el vigor de su atractivo". 

De los tres fue Theroux el que más atención prestó a un Borges ciego al que frecuentó en su departamento y para quien terminó haciendo de lazarillo y lector de sus libros preferidos. Borges ensayó la rutina de siempre con sus visitantes, barajando respuestas irreverentes y citas que impresionaban. Un buen actor. Pero detrás de la erudición Theroux logró intuir la soledad y la tristeza del eterno entrevistado, el maestro que también podía comportarse como un colegial travieso, inseguro.

"Me habían advertido que podía ser severo o airado -aclaró el norteamericano-. Pero lo que vi estaba cerca de lo angelical". Ese Borges llegó a encariñarse con Theroux y casi le rogó que no siguiera viaje hacia el sur. No quería volver a quedarse solo.

JM