Escritores que se confiesan

Las mejores reflexiones de los escritores acerca de su oficio no siempre aparecen en ensayos de crítica o teoría literaria. Por lo general se encuentran en autobiografías y memorias, en esas páginas que registran el aprendizaje de sus comienzos y su diaria formación como lectores. En especial esto último.

Es un tiempo de sus vidas en el que se sienten cómodos. Hacia los años de penuria juvenil y práctica cotidiana vuelve Ernest Hemingway en París era una fiesta (1964), un ejercicio de nostalgia que -podemos suponer- habrá servido de bálsamo ante el inevitable ocaso de su carrera. El frío y el hambre y la falta de dinero de sus jornadas parisinas habían sido estímulos eficaces para aprender el oficio. La clave estaba en no desesperar.

"Me paraba y miraba por encima de los techos de París y pensaba: "No te preocupes. Antes siempre escribiste y ahora vas a escribir. Todo lo que tienes que hacer es escribir una sola frase verdadera. Escribe la frase más verdadera que conozcas".

Mario Vargas Llosa imitó al maestro en El pez en el agua (1993) al revisitar sus años de periodista adolescente, aspirante a bohemio y lector furioso, la contracara del relato de su fracaso como candidato presidencial que integra la otra mitad de ese libro catártico y controlado. Aquel escritor bisoño que daba sus primeros pasos en la Lima de los años "50, intenta decirse (y decirnos), era el pez y la literatura, el agua, su medio natural. Al evocarlo le preocupa recordar cómo sostuvo esa vocación frente a un padre que lo hostigaba y a un medio que no favorecía sus aspiraciones nutridas por Sartre, Faulkner y el decisivo Flaubert: la historia del logro literario como premio a la tenacidad.

Los inicios, los primeros borradores, las publicaciones tempranas, incluso los errores y los traspiés de debutantes interesan más que las mieles de la gloria.

Es lo que Graham Greene hizo muy bien en sus dos volúmenes de autobiografía (A Sort of Life -1971- y Ways of Escape -1980-), donde repasa sus torpezas de principiante y nombra a quienes fueron dos de sus maestros iniciales, Conrad, que lo intoxicó con una exagerada atención al punto de vista y al estilo, y Stevenson, de quien aprendió cómo narrar escenas de acción sin abusar de metáforas ni adjetivos. El tiempo que pasó en el Times de Londres fue otra escuela invaluable. "No puedo pensar en una mejor carrera para un joven novelista que ser por unos años subeditor en un diario más bien conservador", observó sin ironías en A Sort of Life.

ANTES DE LA GLORIA

Gabriel García Márquez siguió la fórmula al pie de la letra en Vivir para contarla (2002). Sus libros de cabecera, la fascinación con Kafka, con Virginia Woolf (no siempre señalada por la crítica) y con el Ulises de Joyce ("una ayuda técnica invaluable para la libertad del lenguaje, el manejo del tiempo y las estructuras de mis libros"); su deuda con el periodismo; las anécdotas vitales que alimentarían la imaginación de su obra, todo eso desfila por esas memorias que se detienen justo antes de que el colombiano empezara a transitar por el camino de la consagración.

Stephen King copió el modelo evocativo en Mientras escribo (2000). En el recuerdo de sus inicios como escritor a principios de la década de 1970, King deja en claro que era un joven de clase media baja (igual que Gabo y Varguitas), con necesidades económicas que apenas alcanzaba a suplir tras casarse y tener pronto dos hijos. El desaliento lo persiguió mientras comenzaba Carrie, la novela que le cambiaría la vida y que estuvo a punto de abandonar de no haber intervenido la lectura salvadora de su esposa Tabitha, quien literalmente rescató el borrador de la basura.

Para King, enemigo confeso de la voz pasiva y de los adverbios, adalid del párrafo como "unidad básica de la escritura", aquella fue una experiencia esclarecedora. Le sirvió para aprender dos cosas: primero, que el autor puede confundirse tanto como el lector en sus primeras impresiones respecto de lo que escribe, y segundo, "que es mala idea dejar algo a medias sólo porque presente dificultades emocionales o imaginativas. A veces hay que seguir aunque no haya ganas. A veces se tiene la sensación de estar acumulando m... y al final sale algo bueno".

¿Otros consejos? Hemingway recomendaba sinceridad; Vargas Llosa, el estudio con papel y lápiz de los autores magistrales (lo hizo por primera vez con Faulkner). La admirable Eudora Welty, hija del sur profundo norteamericano, valoraba ante todo la capacidad de ver y escuchar. García Márquez, también hijo de esa región faulkneriana, arriesgaba que sólo fue el escritor que quiso ser cuando aprendió a leer "como un auténtico novelista artesanal", con la "curiosidad insaciable de descubrir cómo estaban escritos los libros de los sabios". King resumió lo mismo en una frase lapidaria: "Si quieres ser escritor, lo primero es hacer dos cosas: leer mucho y escribir mucho".

El consejo esencial siempre vuelve al punto de partida: los libros bien leídos. Sin más recetas, ni atajos ni secretos.