El sangriento mito de octubre

A 100 AÑOS DE LA REVOLUCION RUSA. En 1917 la toma del poder en Rusia por los bolcheviques creó la leyenda de una revolución justiciera. La propaganda, el terror y la mentira ocultaron por décadas la realidad inhumana del nuevo régimen. El autoengaño de los intelectuales fue decisivo en ese proceso.

Cien años después de la toma del poder en Rusia por los bolcheviques, nada queda en pie ya del siglo comunista. El imperio soviético se desmoronó hace tres decenios. Su presunto gran enemigo, el capitalismo liberal, campea a sus anchas en casi todo el mundo. Salvo Corea del Norte, el puñado de regímenes marxistas supervivientes abrazaron con entusiasmo y eficiencia la economía de mercado y las inversiones norteamericanas. Y la única revolución que hoy perturba el sueño es la de la informática, la robótica y la inteligencia artificial. Nada que ver con la de Lenin, Trotsky o Stalin.

La historia del siglo comunista es, por lo tanto, la historia de un fracaso. Un fracaso de escala monumental, planetaria, que arrebató las vidas de entre 80 y 100 millones de personas (aunque nunca sabremos la espantosa cifra real), y que se extendió en el tiempo y en el espacio con la fuerza de las armas, de la dictadura y, sobre todo, de la mentira.

Ese último rasgo -la formidable capacidad para mentir y sostener una mentira- el comunismo lo exhibió desde el principio. Para empezar, la idea misma de "revolución", que se aplica mejor a la caída del régimen zarista en febrero de 1917 (según el calendario antiguo) que a la captura del poder por parte de los bolcheviques en octubre siguiente, hecho que la historiografía moderna coincide en calificar como "golpe de estado".

Hoy sabemos que no hubo combate al tomar el Palacio de Invierno en Petrogrado, ni grandes movilizaciones de masas ni enfrentamientos en las calles o en los cuarteles, y que el mitológico crucero

Aurora sólo hizo un disparo y fue de salva. En verdad ni siquiera hubo resistencia de parte del endeble gobierno provisional, que misteriosamente se dejó derribar por una minoría bien organizada.

El mito de octubre fue el primero de una larga serie. La idea de que en la distante Rusia había triunfado una revolución redentora, milenarista, que venía a liquidar todas las injusticias y a resarcir a los oprimidos, caló en la conciencia de los biempensantes y fue estimulada con pericia por la camarilla bolchevique. En su nombre habrían de tolerarse todas las aberraciones, que con los años se fueron haciendo cada vez más inhumanas pero que desde el principio pudieron ser conocidas por todo el que no quisiera prestarse al engaño.

Porque la "dictadura del proletariado" no tardó en revelar su verdadero rostro. Muy pronto quedó en evidencia el falso espíritu democrático de los nuevos gobernantes, que a comienzos de 1918, al verse en minoría en la Asamblea Constituyente, la disolvieron sin más, en el comienzo de un reguero de atropellos que se extendería por décadas. A eso siguió el cierre de diarios opositores, la disolución de los partidos políticos, las detenciones arbitrarias, los asesinatos a mansalva, el fusilamiento del zar junto con toda su familia. Y después, el siniestro imperio de la Cheka, la policía política creada a las cinco semanas de la toma del poder; la persecución de la religión (solo en 1922 fueron ejecutados 8.100 sacerdotes, monjes y religiosas); la guerra contra los campesinos; las hambrunas planificadas; la destrucción inflacionaria de la economía; los deportados y hacinados en los primeros gulag, infames campamentos de trabajos forzados repartidos por toda Siberia o el Artico cuyo origen se remontaba a mediados de 1918 y a una decisión de León Trotsky.

Los jefes bolcheviques se entregaron a la vez a un vasto experimento de ingeniería social, que en sus comienzos apuntó al núcleo mismo de la vida humana. El objetivo era destruir la "antigua moral burguesa". La familia fue declarada obsoleta. Se prohibió el matrimonio religioso y se autorizó el divorcio irrestricto.

Se llamó a "nacionalizar" los niños y a formarlos desde temprano en el comunismo porque, según dictaminó Zlata Lilina, esposa del jerarca Grigory Zinoviev, los niños "son altamente impresionables, como la cera". El ABC del Comunismo, el manual de Nikolai Bujarin y Eugeny Preobrashensky, anunciaba que "los hijos pertenecen a la sociedad en la que nacen, no a sus padres". "La familia -llegó a sugerir una destacada figura legal del nuevo régimen- debe ser reemplazada por el Partido Comunista".

Trotsky fue más lejos y más claro: "Debemos terminar de una vez y para siempre con ese palabrerío papista-cuáquero de la santidad de la vida".

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"La historia del movimiento revolucionario es la historia de la intelligentsia. La mayoría de los líderes revolucionarios fueron primero y ante todo, intelectuales", escribió el historiador británico Orlando Figes en A people"s tragedy, su monumental estudio sobre la Revolución Rusa.

También fueron intelectuales sus principales defensores, en especial fuera de Rusia. Su inestimable ayuda hizo crecer el mito de octubre y lo extendió en el tiempo. Ingenuos, serviles, manipulados o cómplices, fueron legión los poetas, novelistas, filósofos o científicos que desde sus países o en peregrinación a la anhelada tierra comunista avalaron con su nombre y prestigio el experimento soviético.

Había de todo entre ellos: militantes, simpatizantes o simples "compañeros de ruta", una cínica expresión que también fue inventada por Trotsky. Todos entraron ya en la historia universal de la infamia. Conviene recordar a algunos. El periodista estadounidense Lincoln Steffens, por ejemplo. En su patria había sido un implacable tribuno contra la corrupción y la venalidad. Pero en 1919 visitó la Rusia soviética y de regreso, extasiado, pronunció la frase inolvidable: "He estado en el futuro y funciona". Vaticinio ridículo que no sonaba así en aquellos tiempos en los que, malcriadas por el marxismo, la mayoría de las mentes ilustradas creían haber descubierto el sentido de la historia y la inevitabilidad del socialismo.

En esa galería oprobiosa están varios de los más grandes intelectos del siglo, que desde el momento que entraban en contacto con la Rusia soviética, perdían todo rastro de espíritu crítico. El punzante George Bernard Shaw, socialista fabiano, llegó a asegurar que las prisiones rusas eran mejores que las británicas porque en ellas un hombre podía entrar "como un criminal y salir como hombre común, salvo la dificultad de inducirlo a dejar el lugar".

H.G. Wells dijo que jamás había conocido "un hombre más sincero, justo y honesto" que Stalin. "Nadie le teme y todos confían en él", garantizó a comienzos de la década de 1930, mientras se gestaba el Gran Terror estalinista. Otros admitían en privado los crímenes de la dictadura, pero los ocultaban en público.

En 1934 el Premio Nobel de Literatura francés Romain Rolland, un adalid del pacifismo, visitó la URSS y pidió a Stalin por la libertad del escritor anarquista Victor Serge. En su diario personal criticó la Revolución.

"Es el régimen de la arbitrariedad y el descontrol más absolutos -escribió-; un régimen que no permite la más elemental de las libertades y que viola los derechos más sagrados de la justicia humana". Pero jamás publicó esa frase ni ninguna otra que pudiera ser usada por el "enemigo". La verdad debía sacrificarse a la ideología.

Generaciones de intelectuales se convencieron (o fingieron convencerse) de que el comunismo era la vía al futuro, la Utopía al fin alcanzada. Imposible recordarlos a todos. Algunos de ellos fueron el joven André Malraux, Julian Huxley, Anatole France, Arnold Zweig, Louis Aragon, el físico Frederic Joliot-Curie (otro Nobel), Pablo Picasso, Paul Nizan, Lion Feuchtwanger, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Henri Barbusse, Heinrich Mann, Paul Eluard, Walter Benjamin, Theodor Adorno, Pablo Neruda (que llegó a escribir una "Oda a Stalin"), Gabriel García Márquez, Eduardo Galeano, el tardío Julio Cortázar, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Bertolt Brecht.

El de Brecht fue un caso ilustrativo. Renovador de la dramaturgia en el siglo XX, intelectual comprometido y enemigo del nazismo, Brecht terminó convertido gracias a sus obras en un modelo de oposición a las tiranías, celebrado por la crítica progresista de Europa y Estados Unidos. Sin embargo, también fue un obseso de la autopromoción y un dócil funcionario del régimen marxista de la Alemania Oriental. Una frase suya poco conocida lo pinta, además, como un comunista fanatizado, capaz de justificar cualquier cosa en nombre de la causa. La pronunció durante los juicios amañados de fines de la década de 1930 en la URSS. En esos procesos, los acusados, por lo general miembros de la vieja guardia caída en desgracia a los ojos de Stalin, terminaban inculpándose luego de soportar un atroz período de presiones y tormentos. Su difusión en Occidente provocó indignación, incluso en la izquierda pro-soviética, pero no en Brecht.

"Esos, cuanto más inocentes son, más merecen ser fusilados", declaró sin rodeos en casa del filósofo marxista Sydney Hook. Brecht se refería a los pobres diablos que se autoincriminaban en público para beneplácito del líder supremo. Hook creyó que no había escuchado bien y le pidió que repitiera la frase, y Brecht lo hizo: "Cuanto más inocentes son, más merecen ser fusilados". Hook no salía de su asombro. "¿Por qué? ¿Por qué?", quiso saber. Pero Brecht se limitó a dirigirle "una especie de sonrisa nerviosa". Acto seguido Hook le pidió que se fuera de su casa. Jamás volvieron a verse.

Esta selectiva justificación intelectual de los crímenes comunistas abarcaría todo el siglo. Algo más de tres décadas después de la monstruosidad de Brecht, el periodista y guerrillero Rodolfo Walsh se ufanaba de haber detenido, él solo, el tibio intento de algunos amigos intelectuales de protestar ante el similar proceso de autoincriminación al que habían sometido en Cuba al poeta Heberto Padilla. "Pude desarmar eso en media hora, con media docena de preguntas", apuntó con orgullo en su diario. "Eso" era la preocupación por el destino incierto de un ser humano en poder de sus carceleros.

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Pero no todos los intelectuales practicaron esa forma de "ceguera voluntaria", según la definición admirable del libro de Christian Jelen. O no todos lo hicieron todo el tiempo. Al elenco infame se le opone una pléyade de hombres y mujeres valientes, honrados, que se atrevieron a contar la verdad, en muchos casos después de haber proclamado la mentira.

Algunos como Nicolas Berdiaeff se apartaron incluso antes de la toma del poder, en rechazo al espíritu marxista del bolchevismo en el que veía "una nueva religión que pretende reemplazar al cristianismo". Hubo quienes, como Maxim Gorky, mantuvieron una relación cercana con la ideología triunfante sin que eso les impidiera criticar sus abusos. Un puñado se desencantó ante la evidencia. Bertrand Russell, el católico Pierre Pascal, Ante Ciliga, Victor Serge y André Gide viajaron ilusionados al gran laboratorio soviético. A su regreso volvieron contrariados, perplejos, y tuvieron el valor de expresar en público esa perplejidad, en libros que casi siempre les valieron el repudio orquestado de sus pares.

El húngaro Arthur Koestler conoció el monstruo por dentro. Por siete años fue militante de la Internacional Comunista y un eficaz agente de la propaganda soviética. Pero las purgas estalinistas y una misión fallida durante la Guerra Civil española le quitaron la venda de los ojos. Pese a su ateísmo furibundo, vivió esa ruptura como una crisis de fe, el drama íntimo de quien descubre que su presunto dios es falible.

"Los ex comunistas -observó en su autobiografía- son no sólo pesadas y tediosas Casandras, como lo fueron los refugiados antinazis, sino también ángeles caídos que tienen el mal gusto de revelar que el cielo no es el lugar que se supone".

También George Orwell tomó distancia gracias a España. El británico, un hombre de izquierda, viajó a combatir por la República en las filas de un pequeño partido marxista. Lejos de la camaradería que imaginaba, se encontró en Barcelona escapando por poco del putsch interno lanzado en 1937 por los comunistas contra todas las facciones que no seguían la línea de Moscú. La experiencia lo vacunó contra las ilusiones totalitarias. "Nadie que estuviera entonces, o en los meses posteriores, en Barcelona -escribió en Homenaje a Cataluña- olvidará la horrible atmósfera producida por el miedo, el recelo, el odio, los diarios censurados, las cárceles atestadas, las enormes filas de la comida, y las bandas de merodeadores armados".

La década de 1930 fue una etapa de inflexión. Primero, las purgas en la URSS; luego, el pacto Hitler-Stalin de 1939, marcaron un punto sin retorno para muchos intelectuales procomunistas, de John Dos Passos y Stephen Spender a Albert Camus, Ignazio Silone, André Breton y Malcom Muggeridge. Más tarde serían otros los hitos en el camino hacia el desencanto. La conquista de media Europa y la imposición de regímenes títeres tras la Segunda Guerra Mundial, el espionaje atómico, la imparable carrera armamentista, el aplastamiento de la revuelta en Hungría, la denuncia del estalinismo por Nikita Kruschev, el Muro de Berlín, el castrismo y la crisis de los misiles en Cuba, la atroz Revolución Cultural en China sumarían, cada uno, su cosecha de desilusionados.

Agotado el poder hechicero del imperio soviético y del gigante asiático del Gran Timonel, Mao Tse-Tung, Cuba fue la última tierra prometida para la intelectualidad de izquierda, y su nueva gran decepción. Mario Vargas Llosa, Octavio Paz, Hans Magnus Enzensberger, Carlos Fuentes, Jorge Semprún, Guillermo Cabrera Infante, Jorge Edwards, Juan Goytisolo, Carlos Franqui, Reinaldo Arenas reeditarían, tres décadas después del apogeo estalinista, el mismo ciclo de encantamiento, perplejidad y frustración con una tiranía a la que imaginaban socialmente justa. El fenómeno no ha concluido. Es una triste verdad, vigente sobre todo en América latina, que para muchos ese ciclo sigue fijado, incluso hoy, en la etapa del encantamiento.

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"¿Cómo apareció esta raza de lobos entre nuestro pueblo -se preguntaba Alexander Solzhenitsin en los primeros capítulos de su Archipiélago Gulag-. ¿Acaso no es de nuestra raíz? ¿No es de nuestra sangre?"
Escritor, testigo y profeta, Solzhenitsin hablaba de los esbirros, los torturadores, los guardias rojos, los comisarios del pueblo, los jerarcas del partido, los asesinos y sus infaltables justificadores ideológicos. Esa raza de lobos.

De ahí que el recuerdo del siglo comunista invite a pensar en algo más que en los vaivenes de la historia y sus procesos. La reflexión lleva más lejos: en última instancia conduce a asomarse a la realidad insondable del mal, al misterio de su existencia y a su diabólica tentación. Solzhenitsin, quien estuvo ocho años recluido en un gulag, creía que el comunismo no sólo había sido una idea política perversa. En sus dogmas, en su propaganda y en sus ponzoñosas mentiras distinguía las excusas perfectas para hacer el mal y justificarse, esa antigua flaqueza humana.

Por eso se animaba a formular la pregunta terrible que los comunistas de salón, los compañeros de ruta y los alegres intelectuales simpatizantes de ayer y de hoy no supieron responder o, peor, nunca se hicieron: "Si mi vida hubiera dado un giro distinto, ¿sería yo un verdugo igual que estos?".