La ominosa utopía del hombre nuevo

Reconstruir la sociedad según la ideología implicó doblegar el alma rusa y su fe, dice el padre Alfredo Sáenz. A la profunda piedad del pueblo se le ofreció una religión invertida. Un intento de redención por medios nihilistas.

A lo largo de la historia, Rusia se erigió en diversas ocasiones en una valla defensiva para la Cristiandad. Así ocurrió durante la invasión de los tátaros y después con la irrupción de las poblaciones islamo-mogolas de Asia. Hasta 1917, la Rusia zarista se las había arreglado para asegurar la presencia cristiana en el este de Europa. A partir de ese año, con el golpe de Estado que llevó a los bolcheviques al poder, eso estaba a punto de cambiar. La Santa Rusia se transformaría en un campo militante ateo, y el orden tradicional sería destruido para imponer otro en su lugar modelado por el comunismo.

El sacerdote jesuita Alfredo Sáenz, un apasionado del mundo ruso, repasa esa evolución en su libro Rusia y su misión en la historia (Gladius, 2011), y concluye que el año 1917 fue el comienzo de una verdadera Revolución, un giro copernicano, sólo comparable, por la osadía de sus reformas, a la Revolución francesa.

Sáenz, que es profesor de Teología Dogmática y Patrística en la Universidad del Salvador y vicedecano de la Academia del Plata, se dedicó al estudio de numerosos autores rusos y viajó tres veces a Rusia, dos de ellos durante la época soviética. Es autor de numerosos libros y miembro de la Junta de Historia Eclesiástica.

En una entrevista con La Prensa, explica que la revolución se vio favorecida porque "Rusia había dejado ya de ser un baluarte de la Cristiandad".

"Las clases cultas de Rusia, para entonces, ya estaban muy melladas por el espíritu de la Revolución francesa", dice. En este sentido, recuerda que "el zar Pedro I había vuelto de Francia maravillado por la revolución francesa. Y desde entonces el nihilismo había empezado a introducirse en Rusia".

Sáenz sostiene que las ideas revolucionarias empezaron a gestarse mucho antes. "Pío XII lo definió con una cita muy linda", comenta. "El vio en los tres movimientos de la modernidad un progreso claro, evidente. Dice que la reforma luterana fue la negación de la Iglesia católica; la revolución francesa, la negación de la divinidad de Cristo (Dios como arquitecto, el dios masón, seguía existiendo); y la rusa fue la negación de Dios. Un progreso negativo, claro está. Demasiado ordenado para ser planificado por una mente humana. Por eso habla de una mente diabólica".

El sacerdote expone en su libro la larga discusión académica que hubo en torno a si el proyecto marxista tenía raíces en la idiosincrasia rusa o era un producto importado. Para él, no hay dudas: "El comunismo fue un fenómeno occidental, traído por europeos y de inspiración judaica, que fue llevado a un pueblo que nada tenía que ver con esa mentalidad y al que se lo impusieron por la fuerza".

Sáenz cree, como el historiador francés Alain Besanon, que el régimen que adoptó el marxismo una vez en el poder fue de "una originalidad absoluta" debido a la posición que ocupó en él la ideología. Fue un régimen totalitario, sí, pero subordinado a una ideología. "Ideocracia" o "utopía", que lo prometió todo, a todos, y de inmediato. El presbítero también dice que puede verse, como lo hizo Karl Jaspers, como un mito fundado en una creencia fundamental: que de la destrucción del mundo antiguo nacería un hombre nuevo, una sociedad sin clases, la victoria final del proletariado.

Pero la Revolución se hizo, no en nombre del proletariado, casi inexistente en Rusia, afirma el sacerdote, sino en nombre de una "idea del proletariado". Una idea-mito que incluye el bien, la justicia, el poder salvador.

Para Sáenz, el comunismo quiso ser una explicación de la realidad muy abarcadora, de todos los ámbitos de la vida: "una concepción del mundo".

"La idea expresada por Marx fue crear un paraíso no en el Cielo, que para él no existe, sino acá, en la tierra", recuerda el religioso. "Su filosofía es inmanentista. Acá es el hombre el que hace el paraíso a fuerza de músculo. No hay trascendencia. No saben explicar, por ejemplo, cómo vencerán a la muerte. Hay un libro muy lindo, de Gustave Thibon, Seréis como dioses, que explica un poco eso", subraya en la entrevista.

EL ALMA RUSA

Ahora bien, imponer esa cosmovisión comunista exigió una gran obra de destrucción del orden tradicional. Sáenz hace notar que Solzhenitsin fue más lejos y habló de la destrucción del alma rusa.

"El alma rusa -explica el presbítero en su diálogo con La Prensa- es radicalmente cristiana. Aun los ateos rusos no pueden separarse de esa vocación religiosa. El valor de la trascendencia está ínsito en el pueblo ruso. Para destruir el alma rusa, los comunistas se abocaron a una inmensa tarea de demolición de la familia, de la aldea..."

"En el primer caso -dice-, separando, alentando a los hijos a rebelarse contra los padres o a delatarlos. Con los campesinos, a través de traslados, desarraigos, con la colectivización de la propiedad, la imposición de siembras arbitrarias para llevarlos a la ruina".

"Hubo un odio muy marcado por el campesino. Querían imponer la civilización industrial y mecánica a costa de la rural, que en opinión de ellos era obsoleta. Y hay que decir también que era cristiana", reflexiona.

"Solzhenitsin denunció el intento para destruir una forma de vida. El dijo que la destrucción del campesinado perseguía poner fin a los lazos con la tierra, las tradiciones, las costumbres, incluso el paisaje ruso", recuerda Sáenz. "Del mismo modo sometieron al Ejército, a las nacionalidades", apunta.

EL HOMBRE NUEVO

El punto neurálgico del libro del sacerdote es lo que intentó construir el comunismo tras reducir la antigua forma de vida a la ruina. El famoso "hombre nuevo".

Al respecto, Sáenz explica que "la esencia de la reconstrucción de la sociedad era la ideología. El hombre nuevo debía estar totalmente embebido de esta ideología. Un hombre nuevo con una mentalidad nueva".

"El hombre viejo que se hace desaparecer es el cristiano. El hombre nuevo se pretende, no como producto de Dios, sino de un proyecto científico. Un proyecto científico que violenta al hombre y violenta su naturaleza. Después hay que ver cómo lo lograron. Mediante un ambicioso plan de reeducación desde la niñez y la juventud. Arrancar al niño de la familia. A través de la escuela soviética y las organizaciones civiles. Con una presión envolvente. A través del trabajo, las publicaciones, la censura. Un verdadero bombardeo mental", dice.

"La Revolución cultural llevó el mismo mensaje a través de la literatura, el teatro, el cine, la pintura, la música. La ideología lo impregnó todo, como en el Medioevo, cuando existió la Cristiandad. Han logrado la contra-iglesia perfecta. Una Cristiandad invertida. Yo lo llamo sovietidad", explica.

RELIGION INVERTIDA

El padre hace notar que "a un pueblo muy religioso le hicieron una religión invertida". Esa reflexión ocupa uno de los capítulos más interesantes de su libro.

"Marx era, más que ateo, un antiteo", advierte el sacerdote. "No era un indiferente. Para él, Dios sigue existiendo, pero como enemigo. El crea una religión mímica. Belicosa. Toma todos los temas cristianos y les cambia el sentido: fiestas, santoral, bautismos, funerales".

"Ernest Bloch, un comunista alemán, dijo que al comunismo solo le faltaba ideologizar las virtudes teologales. Tiene una fe, que es la ideología. Una esperanza, que es el triunfo del proletariado, el famoso paraíso en la tierra. Y tiene una caridad, que es la lucha de clases, el medio para llegar a la meta", ilustra el presbítero.

"Lenin -dice el padre- llamó a Dios el principal enemigo de la sociedad comunista. Todos los miembros del partido tenían que tener una actividad antireligiosa. Es la lucha contra la religión como rebeldía. No como simple alejamiento".

"El ateísta ruso -prosigue- no deja de creer. Pero cree en algo nuevo. Y lo defiende con la energía y el entusiasmo propio de la religión. Con el mismo ardor". El bolchevismo fue un intento de redención por medios nihilistas.

De todos modos, la imposición del hombre nuevo no podía haber sido impuesta sino a través del terror, el control y la vigilancia en el hogar, la escuela y el trabajo, los campos de concentración, los hospitales psiquiátricos, añade.

"Hay que ver la secuela de muertos que dejó", dice el padre. "Solzhenitzin habla de 66 millones, dejando a un lado las víctimas provocadas en la Segunda Guerra Mundial. Y nadie habla de esto. A nadie se le ocurre señalar a un soviético como asesino. Es un tema respetado todavía", se lamenta.

En el caso de la fe, la persecución fue violenta. El padre Sáenz enumera la destrucción de templos, los sacerdotes reducidos a la indigencia, mendigando en las calles, los seminarios intervenidos, los obispos nombrados por el Estado, los espías dentro del clero.

Sin embargo, la fe se mantuvo viva pese a todo, en gran parte gracias a los sacerdotes errantes que asistieron a los fieles en forma clandestina y a las personas que, por ejemplo, escondían iconos detrás de las imágenes de los líderes rusos o salvaron vasos sagrados. "Después de 70 años, se observa un reverdecer de la fe. Pero un ruso ortodoxo me decía hace poco que el ateísmo está muy extendido. También porque Occidente ha llegado a penetrar en Rusia", admite.