Anomalías de una larga espera

"EL RELOJ DE SOL", DE SHIRLEY JACKSON, POR PRIMERA VEZ TRADUCIDA.

POR DAMIAN TABAROVSKY

En mi opinión, tres son los aspectos nodales en la obra de Shirley Jackson, los tres presentes en El reloj de sol, novela de 1958, nunca antes traducida al castellano. El primero es la búsqueda de alguna clase de imperfección formal, o mejor dicho, la irrupción de algún tipo de asimetría, de anomalía, de irregularidad. Esto evita que Jackson sea estrictamente gótica y mucho menos que permanezca anclada en el terror (pocas literaturas menos interesantes que las que conjugan gótico con terror). 

Las reseñas y los manuales muchas veces -o casi siempre- dicen lo contrario, e incluso también la mayoría de las contratapas de los libros de Jackson. Pero no es así en absoluto y, de hecho, debemos agradecer a la editorial Fiordo no sólo el hallazgo de un extraordinario inédito de Jackson, sino sobre todo que comience su contratapa comparándola con Tim Burton, un gran acierto literario (que atemperó cierto malhumor que me causó los demasiados anglicismos que hay en la traducción, incluso en frases inaugurales como "tuvo un ataque de asma para demostrar su punto", en lugar de "para demostrar que tenía razón" o alguna otra fórmula por el estilo). 

UN FETICHE

En este caso, la anomalía formal es el propio reloj de sol, que en lugar de estar en "el centro del laberinto" (la frase es de la página 139) descentra, como un fetiche, la perfección de la arquitectura -la de la gran casona y la de la propia novela-, poniendo en cuestión "el gen de la arquitectura", que según la propia Jackson, en declaraciones dichas en entrevistas diversas, caracteriza a su familia cada dos generaciones. Ese descentramiento, ese corrimiento, hila la trama, funciona como un pasaje del testigo entre personaje y personaje -como casi siempre, numerosos- e incluso entre novela y novela, porque aquí, como en The Haunting of Hill House, se trata de casas construidas por maridos como regalo para esposas, antes o inmediatamente después, muertas; casas que quedan como ruinas ya antes de convertirse en ruinas, en el centro de los conflictos familiares.

El segundo ítem -del que estamos inmensamente agradecidos a la autora- es la aversión por las metáforas. Las casas de Jackson se oponen línea por línea, palabra por palabra, frase por frase a cualquier tentación de "casa tomada" o cosas aún peores.

El reloj de sol no es una novela sobre familias disfuncionales en la Norteamérica de posguerra o en la anterior al baby-boom, no es tampoco una comedia de humor negro, una sátira social sobre los comportamientos humanos, mucho menos es un juego de monólogos semi-autistas como forma de demostrar la imposibilidad de dialogar, de escuchar al otro en las sociedades tardo-capitalistas, o mejor dicho, es por supuesto todo eso (o algo de todo eso), pero sobre todo es un artefacto textual autosuficiente que marcha como "una larga espera" (la frase es de la página 302), espera que nunca llega.

Cargada de muerte, de siniestra levedad, de ironía ácida y de acontecimientos de todo tipo, El reloj de sol, como las demás novelas de Jackson, es una obra maestra de la demora. Demora del sentido, que se escurre de página en página; que salta, que avanza, pero que nunca progresa. Demora entonces, que es la de la propia tormenta terminal, el cambio de corona -de una cabeza a la otra-, la fiesta que termina (allí sí hay un final) pero que deja abierta la pregunta por la destrucción, la cuestión clave en todo el desenlace, o incluso tal vez en toda la novela.

OTRA VOZ

El tercer punto, probablemente mi favorito en Jackson, es la aparición sutil -pero decisiva- de cortes narrativos, la intrusión de una voz que bien podría ser la de la narradora, pero que en verdad ocurre como una voz venida de afuera, del más allá, de algún otro lado. En la página 18, por dar solo un ejemplo, Jackson escribe: "Quizás el carácter de la casa resulte de interés" y luego la describe, con una precisión de un rigor implacable, durante cuatro páginas (las dos primeras, sin un solo punto y aparte).

Pero esa descripción formalmente magistral, sería impotente sin esa frasecita introductoria, sin esa incisión, que también es parte del talento de Ivy Compton-Burnett, famosa por sus diálogos; diálogos que en realidad se encauzan, cada tanto, con frases como las de Jackson, que en ambas operan como una palanca de cambios: aquí se busca velocidad, allí se hace un rebaje, más allá se deja la narración en punto muerto, luego se pone todo otra vez en marcha. 

Supongo que El reloj de sol deparará a los lectores una frase inolvidable, especie de estribillo o leitmotiv ("Mi abuela mató a mi papá"), pero les propongo mejor buscar esas frases de la narradora, esas intromisiones casi impertinentes pero decididamente geniales. No conozco otra escritora como Jackson para pegar golpes a la mandíbula haciéndonos sentir que nos acaricia.

Novela sobre el apocalipsis (hace años vi una adaptación teatral del libro, el folleto que se regalaba a la entrada decía que la novela era una metáfora del temor a la guerra nuclear, bien de esos años: de nuevo las metáforas que impiden leer bien), en El reloj de sol el apocalipsis reside en la detención del tiempo -que se guarda en un bolsillo-, no en un futuro negro (o redentor, depende del caso) sino en un apocalipsis ahora ("¿Cuándo habremos de vivir si no es ahora?"", página 294). O como se lee en la página final: "No fue tanto la trama, ¿sabes? Fue más bien una actuación". En Jackson todo es simulacro. Mapa y territorio: idénticos.

(c) Télam