Cuando la barbarie se burla de la pasión

En Rosario se perdió la noción de los límites. Las agresiones contra Javier Pinola son el capítulo más reciente de una historia marcada por los excesos.

``Rosario siempre estuvo cerca'', escribió alguna vez Fito Páez. Hoy, esa ciudad dejó de estar cerca o lejos. Simplemente se ubica en el centro del descontrol. Desbordada de pasiones, enfermizas pero pasiones al fin, se transformó en escenario de la violencia con el fútbol como pretexto para separar hechos delictivos cometidos en nombre de la camiseta de los otros que hacen de ese punto de la provincia de Santa Fe uno de los sitios más peligrosos de la Argentina.
 
La barbarie no hace distingos de colores a la hora de expresarse en términos futbolísticamente mal entendidos. Puede ser azul y amarillo para justificar excesos imperdonables en representación de Central; o rojo y negro para hacerlo por Newell's. Son igualmente salvajes, independientemente de que se autoproclamen canallas o leprosos. 
 
La última víctima de esta funesta seguidilla de sucesos violentos es Javier Pinola. El defensor pecó mortalmente al decidir ponerle fin a sus días en Central para transformarse en jugador de River. En un ambiente contaminado como el que se vive -en realidad como el que se sufre en Rosario-, no existe espacio para esa clase de traiciones. Bueno, para lo que los vándalos escondidos en el medio de una hinchada consideran traiciones.
 
Pintadas en el colegio al que asistían los hijos del zaguero, gomas quemadas en la puerta de ese establecimiento... Cualquier expresión por más desmesurada que se antoje resulta útil para dejar sentado el pensamiento de estos seres poco pensantes.
 
Ni siquiera repararon, por la ignorancia supina que los domina, en que los planes de Pinola eran mudarse a Buenos Aires para trabajar de futbolista, mientras que su familia se quedaría en Rosario, una ciudad en la que se sentían cómodos y felices...
 
Futbolistas, dirigentes y técnicos, tanto de Newell's como de Central, han sido blancos fáciles de esta locura que hace rato le ganó por goleada al puro amor por los colores, a ese sentimiento primario que hace de un hombre o una mujer hinchas de un equipo. 
 
Le tocó a Pinola, como en su momento le pasó a Maximiliano Rodríguez y a tantos otros. Cualquier salvaje enquistado en una hinchada se cree con derecho de juzgar la honra y el honor de otra persona. Y las condenas que dictan son instantáneas y brutales.
 
Hasta los directivos se contagian de este clima de insensatez. El presidente de Central, Raúl Broglia, no tuvo mejor idea que fijar postura sobre el tema Pinola argumentando que a Rodolfo D'Onofrio, su par de River, ``hay que quemarlo en una plaza pública'' por haberse llevado a uno de sus futbolistas. Después, como sucede siempre -y siempre sucede tarde-, pidió disculpas. El daño, enorme por cierto, ya estaba hecho.
 
``Y la vida como viene va/ No hay merienda si no hay capitán/ Nada nos deja más en soledad/ Que la alegría si se va...'', postuló en esa misma canción Fito. Seguramente nunca pensó que en Rosario, su Rosario, la alegría un día terminaría por irse para siempre.