Voces que murmuran en la noche

A cien años del nacimiento de Juan Rulfo, el escritor que con solo dos libros renovó la literatura latinoamericana. La violencia, el pecado, la muerte y la desesperanza son la materia prima de "El llano en llamas" y "Pedro Páramo".

Era un hombre muy tímido, callado, de hablar suave y vacilante, tan hosco y reservado como los habitantes de su tierra mexicana, Jalisco, donde nació hace un siglo. Una tierra dura y escarpada, ácida, parecida a la Comala de Pedro Páramo, "en que todo se da, gracias a la Providencia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso". Una tierra sacudida además por la violencia de la Revolución, por el bandolerismo que la sucedió y al final por la ardorosa revuelta de los cristeros contra un Estado ateo y antirreligioso.

La obra de Juan Rulfo fue trabajada con la arcilla de esa violencia. Visceral, absurda, despiadada, Rulfo la conoció de muy niño (a los 6 años perdió a su padre en una pelea por tierras y poco después también quedó huérfano de madre) y la asimiló a tal punto que a la hora de sentarse a escribir fluía por sus páginas con la naturalidad de la respiración o de una forma de hablar.

Esa fluidez, que en verdad ocultaba un esfuerzo dedicado y un inusual dominio de la técnica literaria, es uno de los tantos misterios que rodean al creador de una obra tan intensa como breve, sin la cual no se entiende la literatura latinoamericana que explotaría en el boom de los años "60 ni sus posteriores imitaciones.

Que ese prodigio se condensara en dos libros perfectos, los cuentos de El llano en llamas (1953) y la novela Pedro Páramo (1955), y luego pareciera agotarse, hecha la salvedad de la publicación tardía de El gallo de oro (1980, corregida en 2010), agregó intriga a la vida literaria de Rulfo y lo incorporó a la reducida lista de autores modernos que, por motivos diversos, han preferido el silencio a la producción en serie.

Se decía que él no había sido el autor de esos libros inmortales, que había abandonado de plano la escritura, que seguía escribiendo a escondidas. Se decía que mientras acumulaba borradores secretos, Rulfo tuvo por fin conciencia cabal de la magnitud de lo que había logrado y temió ya por siempre no poder repetirlo y lo ganó la desesperanza y la frustración.

Lo cierto es que él nunca quiso aclarar las razones de esa parálisis, más allá de bromear que se debía a la muerte del tío Celerino, que era quien le prestaba los argumentos de sus cuentos. Hasta su muerte en 1986 conservó su temperamento reservado, arisco a la curiosidad de la prensa y a las teorizaciones de la crítica y las capillas literarias, que tanto lo perturbaron. En 1965 le confesó a Luis Harss, en una de las entrevistas incluidas en el memorable ensayo Los nuestros, que no sabía cómo había llegado a la literatura cuando hacia 1940 borroneó sus primeros escritos. Y tampoco parecía muy interesado en averiguarlo.

En esa entrevista Rulfo enumeró influencias peculiares. No mencionó a William Faulkner, que es el nombre que viene primero a la mente tras leer Pedro Páramo. Citó en cambio algo de literatura rusa expresada en Andreiev y Korolenko y sobre todo a ciertos autores escandinavos, como Selma Lagerlöf, Knut Hamsun, Frans SillanpŠŠ y el islandés católico y socialista, Halldor Laxness. El septentrión no era para él un confín del mundo sino uno de los manantiales impensados de la cultura. "Tuve alguna vez la teoría -conjeturó ante Harss- de que la literatura nacía en Escandinavia, en la parte norte de Europa, y luego bajaba al centro, de donde se desplazaba hacia otros sitios".

OBRA QUE HABLA

Pero la lista no terminaba allí. Otra de sus preferencias manifestada en esa entrevista habría de ser más relevante porque apuntaba a una de las claves de su obra. Al conjunto nórdico se agregaba Jean Giono (1895-1970), al que, según Harss, el mexicano consideraba "un gran talento menospreciado de las letras francesas". Rulfo lo elegía porque había roto con la más convencional tradición narrativa gala, aquella que es tan indistinguible que "no sabe uno a quien está leyendo" porque "todos escriben igual". Y eso era lo que él se proponía evitar. "Precisamente lo que yo no quería era hablar como un libro escrito -aseguró-. Quería, no hablar como se escribe, sino escribir como se habla".

Su obra, en efecto, no parece escrita sino hablada. Es su rasgo distintivo, la mayor de sus originalidades. Son los personajes la que la cuentan todo el tiempo en diálogos, pensamientos, ruegos o soliloquios. Si el resultado conmueve es gracias al formidable oído de Rulfo para captar y reproducir el habla popular en toda la gama de inflexiones, giros y modismos, una recreación que en manos de otro autor, más erudito o intelectual, habría sonado falsa o impostada.

Entretejidas, superpuestas, enfrentadas o sucesivas, esas voces de campesinos y hacendados, bandoleros y militares, vivos y muertos se derraman como un torrente incesante, relatando historias atroces que su creador mueve en el tiempo y el espacio con intrincada habilidad para generar suspenso, desconcertar al lector y tomarlo desprevenido. A casi todos sus personajes los ronda la muerte violenta, la conciencia del pecado, la sed de traición o de venganza, y una mutilada visión del cristianismo en la que no hay espacio para la redención o el perdón, sólo castigos y almas en pena. La vida misma parece imposible para ellos.
Ese torrente de palabras un día hubo de secarse. El hombre introvertido que había desatado el río caudaloso se llamó a silencio y abrazó la vida mansa del padre de familia, del burócrata indigenista y del fotógrafo aficionado, su otra gran pasión, anterior incluso a la de la escritura. Quién sabe qué fue de los fantasmas que salieron de su mente. ¿Habrá seguido escuchando sus voces como los muertos de Pedro Páramo escuchan a otros muertos en el infierno de Comala?