¿Tiene valor artístico la verdad?

 

El maestro de la no ficción, que se jacta de no haber mentido jamás a sus lectores, convirtió los diarios de un voyeur en un ameno libro. Durante décadas, el dueño de un hotel en Denver espió la intimidad de sus clientes. No obstante, la prensa descubrió graves inconsistencias.

 

En un país como la Argentina, tan apegado a la premisa nietzscheana ""verdad es lo que te conviene"" (o lo que le conviene a tu caudillo político), donde una ex presidenta de la Nación afirmó suelta de cuerpo en un foro internacional que Alemania tiene más pobres que nuestro país y consintió que se destruyeran las estadísticas nacionales para ocultar el nivel real de miseria, inflación y desempleo, el último libro de Gay Talese (Nueva Jersey, 1932) no debería moverle un pelo a nadie. En cambio, en el Estados Unidos previo a Donald Trump (otro populista deshonesto) desató un feo escándalo.

Es que Talese -uno de los próceres del Nuevo Periodismo- se ufana de no haberle mentido jamás a sus lectores y de usar solo nombres reales en sus fascinantes indagaciones. A pesar de ello, ahora da por buenas la mayoría de las afirmaciones ""de un maestro del engaño"". Y no es la única -ni la más grave- concesión moral.

Vayamos al principio. En enero de 1980, el exquisito artesano de la no ficción recibió una carta manuscrita y excitante de un tal Gerald Foos. Un hombre casado con dos hijos que a mediados de los sesenta había comprado el motel Manor House de veintiuna habitaciones, cerca de Denver, a fin de convertirse en su voyeur residente.

Talese mordió el anzuelo. Viajó a Colorado. Antes de salir del aeropuerto firmó un acuerdo de confidencialidad. Como consecuencia, el señor Foos le abrió su alma y le permitió fisgonear en ""su plataforma de observación"", un desván que le permitía observar a los huéspedes, sin que ellos se percaten. El muy sinvergüenza instaló en las habitaciones del hotel unos fraudulentos conductos de ventilación, rejillas de quince por treinta centímetros pintadas del mismo color del techo. Miraba y tomaba abundantes notas de lo que veía. Una de las imágenes más poderosas del libro es el elegante Talese, hijo de un sastre orgulloso de su profesión, reptando por el entretecho en busca de presenciar actividad erótica. Casi lo descubren. Su corbata de seda asomó por la rejilla por unos segundos.

NACE EL LIBRO

De vuelta en Nueva York, el escritor fue recibiendo por entregas el diario del señor Foos. La primera anotación data del 24 de noviembre de 1966. Cuarenta y siete años más tarde, el anciano -ya retirado del voyeurismo- dio, por fin, su consentimiento para que las miles de páginas sean reveladas, quería que la humanidad conociese el concienzudo trabajo de ""un laboratorio único para el estudio del comportamiento humano"". Confiaba en que el estatuto de limitaciones lo pusiera a salvo del largo brazo de la Justicia. Por cierto, el bueno de Gerald siempre quiso ser considerado ""un pionero de la investigación sexual"", no un delincuente o un pervertido. Así, las fijaciones onanistas de un hombre cuya felicidad absoluta consistía en invadir la intimidad de los demás sin que lo ellos lo supieran, -salpimentadas con sociología al voleo y conclusiones banales- se transformaron pues en un libro.

La industria cultural se frotó las manos. The New Yorker publicó un adelanto y Steven Spielberg se apresuró a comprar los derechos (Sam Mendes iba a dirigir la película). El libro se publicó con pompa, alguien lo definió como ""la obra maestra de Talese"", pero los diarios ya habían comenzado a husmear. Se detectaron inconsistencias. The Washington Post descubrió, por ejemplo, que el señor Foos compró el hotel en 1969... Talese montó en cólera, pero se limitó a vilipendiar a su fuente y añadir unas mínimas correcciones en el texto. ""No me cabe la menor duda de que Foos es un voyeur épico, pero a veces era un narrador inexacto y poco fiable. No puedo responder de todo los detalles que incluye el manuscrito"", escribió en la página noventa y tres. Talese, a los ochenta y pocos años, traiciona sus convicciones literarias y se enreda en una red de mentiras, dispararon escritores y críticos con el dedo enhiesto (la criética es la ciencia de los canallas, estableció Borges).

Aquí estamos pues, con una segunda versión. Nunca sabremos, empero, cual entrada se basa en experiencias reales y cual es el producto de una imaginación afiebrada. Más allá de la polémica, cabe preguntarse si tiene esto alguna relevancia artística. Un tercio del libro lo ocupan los textos del hotelero que, además de pornografía (que siempre termina aburriendo) incluye boberías políticamente correctas pero también referencias interesantes sobre los cambios de hábitos (""un voyeur sirve de historiador social""). No hay sorpresas; se concluye que la gente es básicamente deshonesta y sucia y que la mayoría de los seres humanos tiene una vida sexual insatisfactoria (si así no fuera no habría arte ni política, conjeturaba Freud). Se animó el dilettante Foos a elaborar estadísticas sobre las frecuencias íntimas.

Dedujo lo siguiente:

* ""El doce por ciento de las parejas observables en el hotel son muy sexuales.
* El sesenta y dos por ciento lleva una vida sexual moderadamente activa.
* El veintidós por ciento tiene un apetito sexual bajo.
* El tres por ciento nunca tiene relaciones"".

En fin, lo chocante del libro no es la narración con lujo de detalles de las habilidades de una felatriz experta sino que Foos afirma haber presenciado -además de incesto, robos y abusos- un asesinato. Y dice que él mismo lo provocó, al arrojar por el inodoro las drogas de un traficante. Creyó el maleante que la novia le había birlado los estupefacientes y, tras una airada discusión, la ahorcó con sus manos. Cuando abandoné la torre de vigilancia la mujer estaba inconciente pero respiraba, alega Foos. A la mañana siguiente, la mucama descubrió el cadáver y Foos hizo la denuncia a la policía, sin revelar que había presenciado el homicidio. Tremendo... si es que es verdad. Décadas más tarde, Talese investigó y no descubrió rastro alguno del supuesto estrangulamiento. Se supo, sí, que hubo un crimen similar a pocos kilómetros del motel Manor House. Por detalles como éste, la prensa anglosajona ha despellejado al venerable escritor.

El libro, pese a todo, magnetiza los dedos, se presta a ser leído de un tirón. Al fin y al cabo, es correcto decir que todo buen lector es un inconfeso voyeur; nunca nos cansaremos de observar a la naturaleza humana. Además, resulta muy placentero, intelectualmente hablando, el núcleo estrictamente literario: Talese evidencia un talento extraordinario para retratar a personas comunes y corrientes y para unir Alta Literatura con cultura popular.

Concluye El motel del voyeur con una frase redondita, perfecta. Y en las últimas páginas se ofrece una reflexión interesante. Los espías infames de nuestro tiempo no son los maniáticos como Foos sino los medios de comunicación y los Estados, incluso los democráticos, que controlan nuestras existencias mediante miles de cámaras de seguridad, Internet, tarjetas de crédito, escuchas telefónicas y todo lo demás.