Mirador político

Un incorrecto al poder

Los principales derrotados por Trump fueron los exponentes de la "corrección política", un minoritario sector de clase media urbana, universitarios, miembros de la industria cultural y del espectáculo, antagonistas retóricos del capitalismo.

Donald Trump cree que su misión consiste en reconstuir la industria manufacturera norteamericana, pero se equivoca. Ese es un anacronismo y un propósito modesto si se lo compara con la batalla más importante que debe librar: la cultural.

La prueba de que el problema no es únicamente el desempleo de los blancos pobres la tuvo en el primer día de su mandato con una multitudinaria marcha de repudio. Cientos de miles de mujeres con amplia cobertura mediática y acompañadas de "celebrities" se manifestaron no en contra de sus actos (acababa de asumir), sino de sus creencias. De lo que él entiende por el "sueño americano", esto es, de su ideal de país.

Pero no va a hacer "América grande otra vez" fabricando autos, exportando televisores o imponiendo barreras comerciales a los limones. Para alcanzar esa meta debe restablecer los valores que la mayor parte de la sociedad americana apoyó en las urnas. Valores demonizados por sus detractores pero que fueron la base del éxito planetario de los Estados Unidos: individualismo, búsqueda de lucro sin sentimiento de culpa, tenacidad, confianza ciega en las propias fuerzas y olvido de la autocompasión.

Que los opositores a este ideario lo hayan fustigado antes aún de su primera medida de gobierno, habla no sólo de su mentalidad antidemocrática, sino también de la naturaleza de su derrota. Además de la burocracia política y de los medios, los principales derrotados por Trump fueron los exponentes de la "corrección política", un minoritario sector de clase media urbana, universitarios, miembros de la industria cultural y del espectáculo, antagonistas retóricos del capitalismo.

Tras la debacle del socialismo "real", este sector resolvió trasladar su lucha contra el individualismo y la libertad económica a otros terrenos: el feminismo, el racismo, la defensa de la homosexualidad y del indigenismo, entre otras causas en algunos casos exóticas, en otros, justas, pero utilizadas como ariete contra el "sistema", lo que terminó caricaturizándolas.

Más aún, terminó desvirtuándolas cuando su defensa fue ejercida con una intolerancia que desnudó la pretensión de convertirse en pensamiento único, en dogma consagrado. Los apóstoles de estas ideas son personas aguerridas a las que no intimidan las paradojas: proclaman la "diversidad", pero proponen simultáneamente crucificar a quien se anime a contradecirlas.

No deben engañar por lo tanto las tonterías lingüísticas que promueven del tipo "todos y todas". Son involuntariamente cómicas, pero lo que acompaña con frecuencia esas cursilerías no es la estupidez; es la intolerancia.

El ejercicio de una democracia liberal ininterrumpida durante casi un cuarto de milenio fue lo que convirtió a los Estados Unidos en una potencia. Y uno de sus fundamentos es la libertad de conciencia. Para que subsista debe darse una batalla cotidiana.

Hoy habita la Casa Blanca un "incorrecto" y su tarea más relevante consiste en señalar a sus compatriotas que uno de sus mayores logros culturales y políticos está amenazado por una minoría aullante, que practica una suerte de santurronería laica y que con el auxilio de los medios puede convertirse en un adversario de cuidado.