Miserias de un pueblo chico

 

 

Es imposible comentar esta nueva novela de María Martoccia (Buenos Aires, 1957) sin concentrarse en la forma en que está escrita. No porque carezca de personajes definidos o de un argumento digno, sino porque unos y otros quedan subordinados a la manera en que se los cuenta.

El protagonismo absoluto de ese modo de contar está en los diálogos. La historia avanza o retrocede a partir de las conversaciones de un puñado de personajes a los que conoceremos en función de sus modismos, de su vocabulario y de las mínimas acotaciones del muy invisible narrador que con suma discreción acerca o aleja su mirada de las situaciones que intenta mostrar. O mejor dicho, escuchar, porque más que el de la vista, es el oído el sentido dominante en una novela construida casi enteramente sobre lo que dicen (o callan) sus protagonistas.

La historia, dividida en escenas que aluden a un hecho ocurrido en el pasado, transcurre por estos años en un pueblito de las sierras de Córdoba. En el centro está Amelia Sáenz Valiente, dueña de una casa opulenta en ese paisaje de ensueño. La señora Amelia, ya anciana, quedó paralítica tres años antes al chocar con una vaca la camioneta que manejaba, un accidente en el que murió su amiga, Lorraine, bastante más joven que la señora y de gran éxito con hombres ajenos.

Ese accidente sucedido en el pasado es el eje de la novela, que de manera gradual, procediendo por acumulación de escenas y diálogos entre personajes centrales o marginales, explora las consecuencias que tuvo y siembra dudas sobre lo que fue en realidad: si sólo accidente o algo más dictado por los celos y las rivalidades entre mujeres de buen pasar. De a poco, entre situaciones inconexas a primera vista y luego asociadas con el correr de las páginas, irán surgiendo, cómo no, las típicas miserias que suelen resumirse con la frase "pueblo chico, infierno grande".

"Nadie escribe hoy como María Martoccia", señala como elogio Luis Chitarroni en la contratapa del libro. El comentario alude al aire de novela decimonónica que distingue a una obra que en el panorama literario actual puede parecer anacrónica. Pero el método, sea o no anticuado, funciona. Y demuestra que, pese a las ironías y a la tentación de la parodia, es posible contar una historia creíble usando un narrador que casi no interviene y que vuelve a crear para lectores pacientes la inveterada ilusión de que los personajes hablan y actúan en un mundo propio, tan real como el de la realidad de cada día.

 

Años de gracia

Por María Martoccia

Tusquets. 208 páginas