Mirador político

Tiranosaurio

Fidel Castro no murió el viernes pasado. Ya lo había hecho por primera vez en la noche entre el 9 y el 10 de noviembre de 1989, cuando cayó el Muro de Berlín, se aceleró el colapso de la Unión Soviética y desapareció el bloque comunista del que había sido una pieza de cierto valor estratégico a comienzos de los "60.

Los soviéticos financiaron su "revolución" a cambio de instalar misiles a pocos kilómetros de los Estados Unidos. Pero la crisis de 1962 demostró que el holocausto nuclear no era una opción para Moscú y el régimen castrista pasó a jugar un papel modesto en la Guerra Fría: el de promotor de la guerrilla en América latina y Africa, escenarios donde no se disputaba ni lejanamente el poder global.

Con el derrumbe de los soviéticos la miseria más dura golpeó a Cuba. El resentimiento de los isleños fue tanto que se volvió peligroso hablar ruso en La Habana. El ensayo colectivista había destruido la de por sí precaria economía de un país que sólo pudo sostenerse expulsando población y manteniendo a la que quedaba en el límite de la subsistencia.

Pero una nueva fuente de financiamiento apareció para la "revolución": la renta petrolera de Hugo Chávez. Lamentablemente para Castro esa fuente también se secó por el desastre que los venezolanos hicieron con su economía y el derrumbe del precio del petróleo. La primera vez le falló el comunismo, la segunda, el capitalismo. Esa fue su segunda muerte.

La tercera y última, ocurrida hace cinco días, desató una catarata de lugares comunes, mojigaterías, indignación y pavadas por partes iguales. Una de tantas fue la de si lo absolverá o no la Historia.

Obviamente ya lo condenó, porque sumió en el atraso más patético durante medio siglo al país que supuestamente pretendía sustraer de las garras de la explotación capitalista. Los mismos cubanos que pasaban miseria en la isla, eran prósperos y progresaban a sólo 90 millas de distancia en los demonizados Estados Unidos. Y para imponer esa miseria se valió de un estado policial. Aplicó la más sangrienta y prolongada represión que se recuerde para tiranías bananescas de la región, lo que no es poco.

Cuando dejó de respirar, Castro ya era un fósil político, un perfecto tiranosaurio, al que sólo puede reivindicar la izquierda más cavernaria. Pero esto tampoco encierra ninguna novedad. Cuando Albert Camus denunció el Gulag y el asesinato de centenares de miles de disidentes del estalinismo, los "intelectuales" del PC francés, con Jean Paul Sartre a la cabeza, lo excomulgaron. De aquella célebre polémica lo más revelador fue el tardío reconocimiento por parte de Sartre de la terrible matanza y su canallesca coartada para justificarla. Dijo que era preferible negar el exterminio, porque reconocerlo conspiraba contra el ímpetu revolucionario de los obreros.

Como Robespierre traicionó la revolución de 1789 instalando el Terror, como Stalin traicionó la de 1917 reemplazándola por una autocracia sanguinaria no mejor que la de los zares, Castro traicionó la revolución cubana. Prometió la liberación y llenó las cárceles de adversarios. A los que no se animaron a desafiarlo les dio miseria y servilismo. Más de lo mismo para una historia de América latina plagada de tiranos.