LOS INTELECTUALES, LA PROPAGANDA Y LA ESCRITURA DE LA HISTORIA

De la ilusión al desencanto

"Y después de eso empezaron los problemas".

Con esa frase anunciaba George Orwell su regreso a Barcelona a fines de abril de 1937, luego de haber pasado casi cuatro meses en el frente de Aragón, combatiendo como voluntario de las milicias del trotskista Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). A poco de su llegada, la ciudad condal estalló en un conflicto abierto entre el gobierno republicano apoyado por los comunistas, y las milicias anarquistas y del POUM. Era la guerra civil dentro de la guerra civil. Combates callejeros, detenciones masivas, delaciones, torturas, ejecuciones. Orwell lo contó todo en Homenaje a Cataluña: la violencia entre supuestos camaradas, sí, pero también las mentiras, el clima de sospecha y la campaña de desinformación orquestada desde Moscú. El larguirucho escritor inglés, dos veces herido en el combate por una revolución que imaginaba pura, se iría de España para siempre decepcionado del utopismo comunista y sus mendaces defensores.

No sería el único. Arthur Koestler, marxista secreto, entró en España con la cobertura de ser un corresponsal de prensa de un diario británico asignado al cuartel general de Franco. Esa había sido la idea genial de Willy Münzenberg, cerebro propagandístico de la Internacional Comunista, para insertar un espía en el corazón del enemigo. Pero el plan no funcionó. Koestler escapó por poco de que lo arrestaran y huyó a París sólo para volver a intentarlo luego con menos suerte aún. Los nacionales lo atraparon y lo mantuvieron preso por tres meses bajo la amenaza de ejecutarlo. Mientras esperaba la muerte en la celda 40 de la Cárcel Central de Sevilla, "donde cada día era el día del Juicio Final", Koestler se dio a reflexionar acerca del sentido de la lucha en la que estaba empeñado, su moralidad y el problema del fin y los medios.

Al final la presión internacional -orientada por Münzenberg- hizo que Franco le perdonara la vida. Pero el hombre que salió del calabozo sevillano ya no era el mismo que había entrado: atrás, escribió en La escritura invisible, dejaba el "tortuoso mundo de las artimañas y los engaños, puesto al servicio de una utopía inhumana". El mundo por el que hasta entonces había luchado en cuerpo y alma.

Si al comienzo los dos bandos del conflicto español tenían una cierta paridad militar, en el plano cultural las diferencias eran abismales. La gran masa de los intelectuales y artistas de izquierda del mundo, fueran progresistas o revolucionarios, se alinearon con la República. A los nombres de Orwell y Koestler deben agregarse, en rápida mención, los de André Malraux, W.H. Auden, Stephen Spender, Louis Aragon, Pablo Neruda, un jovencísimo Octavio Paz, Ernest Hemingway, John Dos Passos, Paul Eluard, Antoine de Saint-Exupéry y, desde luego, los españoles Pablo Picasso, Rafael Alberti (que luego partiría al exilio), Miguel Hernández y Federico García Lorca (ambos muertos durante la guerra), José Bergamín, Antonio Machado o Ramón J. Sender.

ARTISTAS MILITANTES

Arte y militancia se mezclaban entre los republicanos. Malraux, encarnación del escritor aventurero, organizó una escuadrilla de aviación en los primeros meses del combate, viajó por Estados Unidos defendiendo la causa republicana y en 1937, todavía bajo el influjo del estalinismo, publicó La esperanza, una de las grandes novelas surgidas de la guerra. Su efectividad propagandística solo fue superada por el Guernica de Picasso y, tal vez, por la más popular -aunque no la mejor- de las novelas de Hemingway,

Por quién doblan las campanas. El norteamericano presumía de independencia frente a los agentes comunistas de la República pero la historia demostró que también él fue usado para imponer el relato que dictaban los soviéticos. Sólo así se explica su negativa a acompañar a Dos Passos, un antiguo amigo literario, en el reclamo por la suerte de José Robles Pazos, profesor y traductor izquierdista que fue secuestrado y asesinado por las fuerzas republicanas. Dos Passos nunca pudo aceptar el crimen de quien había sido su traductor al español (le debemos una excelente versión de Manhattan Transfer), como tampoco la frialdad con la que Hemingway le comunicó la noticia, al tiempo que le reprochaba sus ingenuas simpatías por los anarquistas. Esa muerte injusta terminó con la amistad entre ambos.

El bando nacional también contó con la adhesión de algunos intelectuales, dentro y fuera de España. Dionisio Ridruejo, José María Pemán, Manuel Machado, Pedro Laín Entralgo, Paul Claudel, Robert Brasillach, Henri Massis, Pierre Drieu La Rochelle, Hilaire Belloc, Evelyn Waugh o Ezra Pound tomaron partido contra el espíritu revolucionario (anarquista, comunista y anticristiano) que animaba a los republicanos. Mientras duró el conflicto sus voces exaltadas de ningún modo pudieron contrarrestar al potente coro de sus adversarios. Silenciados los cañones, esa disparidad se profundizó. Ocurrió entonces lo insólito: el bando derrotado en el campo de batalla fue el que se impuso en la contienda por la historia. "La guerra civil española -escribió el historiador inglés Antony Beevor- es uno de los comparativamente pocos casos en los que la versión más aceptada de los hechos fue escrita más persuasivamente por los derrotados que por los ganadores del conflicto".

Afirmación pertinente pero incompleta: el mismo fenómeno se verificó después del enfrentamiento interno argentino de los años "70, que fue nuestra moderna guerra civil.