Aquel maestro de sonrisa tenue

Debemos agradecer a Bernardo Ezequiel Koremblit por las horas compartidas en el diálogo cómplice que cada lector pudo establecer con tal ilusionista del decir que ofrecía el poco frecuente placer de aprender sin esfuerzo.

Ezequiel siempre nos alertaba. Con él aprendimos los periodistas cómo puede brindarse en cada página una lección, en cada columna un vaticinio, y en cada línea una advertencia, siempre con una sonrisa tenue. Como tenues eran los pasos del comprador ambulante de fantasías, nómade de sí mismo, amigo de todas las esquinas, con las que -supongo- dialogaba Ezequiel en su andar fecundo por Buenos Aires, ligero en el deslizarse, que lo llevaba y lo traía por particularísimos laberintos. Siempre supuse que, cuando caminaba sus largas distancias, debía trazar un rumbo que tal vez lo llevaba a perderse donde se encontrase y encontrarse donde se perdía.

Fui su compañero en las extenuas galeras de remo de las redacciones, como a él le gustaba decir. Fui su amigo y así lo sentí más todavía desde aquel día en que, estando yo deprimido ante la comprobación de que el mundo había caído en manos de los hombres, supo convertirse en improvisado terapeuta. "Si alguien lo perturba con su conducta -me señaló- no debe usted enojarse. No es contra usted, es contra él mismo. Debe usted. tolerarlo, comprenderlo y perdonarlo con indulgencia y benevolencia".

Así debe ser y así era Ezequiel. El escritor fecundo y facundo, el suspisusurrante que no se amilanaba ante los neologismos, quien -no sé cómo- no alcanzó a inventar una nueva letra, aunque más no fuera para vengar a la "ch" e implantar una revolución -claro que pacífica- en el diccionario.

Ese príncipe de las letras que, en el diálogo, le abría paso al amigo cercano, que huía del hallazgo ingenioso -aunque los hallazgos ingeniosos no huyeran de él- hallazgo ingenioso que en su prosa tanto nos deslumbraba. El noble que dejaba paso a una lacónica elocuencia, la que más aprecié como síntesis de una erudición estética, reflejo de un espíritu superior.

Eso era Ezequiel. Un espíritu superior. Un hombre que sentía la fortuna y la adversidad como signos complementarios del destino. Un destino que, sin duda, no le resultó condescendiente, pero que supo aceptar y vencer con la sonrisa que siempre se impuso para ser mejor que sí mismo.

Eso era Ezequiel. Un hombre mejor que sí mismo, adalid de la observación sutil, poeta de lo clásico y el absurdo, escritor mordaz y relampagueante, maestro que entendía, como pocos, cuánto aprendía al enseñar.

Admiramos en Ezequiel su sentido del humor, una segunda naturaleza de tan refinado calibre que le permitía destilar lecciones de amor y de honor, valores que lo distinguían y retrataban con rigor kantiano.
Ezequiel fue un periodista de su tiempo y un escritor de siempre, contemporáneo de sí mismo, a caballo de dos siglos cuyo paso no lo perturbaba ni condicionaba. Antes bien, lo exaltaba.

Quiero, pues, con la simpleza que dan las cosas auténticas, sumarme al reconocimiento a un maestro de las letras y la vida, con la humildad que pueda brindarme sentirme cultor de sus mismos ideales.

Así es y así lo siento, mi querido Ezequiel, amigo de tantas horas, colega admirado, titiritero de las imágenes y desde sus páginas -que son todas las páginas- sereno y severo interlocutor de la modernidad.

Un amigo que con tan sólo 27 letras -o quizás 29, quién lo sabe- supo ofrecernos desde siempre el augusto cordial de una filigrana humanística y centelleante, junto al tímido juramento de ser feliz.