La Mirada Global

Hegemonía y cambio verdadero

El nuevo gobierno podrá modernizar la gestión pública, dar conferencias de prensa, estabilizar la inflación, levantar el cepo y relanzar el crecimiento genuino. Y estará bien que lo haga. Pero si sus dirigentes o intelectuales no se animan a liberarse de aquella hegemonía cultural, el cambio habrá sido en vano y perderá todo sentido. Será apenas otra variante en la interminable historia del gatopardismo nacional.

 

El domingo pasado el cambio, la palabra de moda, ganó en las urnas por una diferencia tan escasa como misteriosa. Menos de tres puntos según el escrutinio provisorio, pero el resultado es inapelable: habrá cambio. Lo que resta por definirse a partir de ahora es hasta dónde llegará ese cambio, y si será tan profundo como podría suponerse en vista de la situación del país.

Que persistan las dudas al respecto es algo que debe imputarse al partido líder de la propia coalición ganadora. Una fuerza que en sus orígenes podía aspirar con todo derecho a la calificación de liberal o centrista en sentido moderno, pero que con el paso de los años, y por temor a la eficiente intimidación cultural del kirchnerismo, terminó asimilando las ideas y hasta el vocabulario de la corriente a la que decía oponerse. Así, el domingo pasado el país optó en los hechos entre dos variantes de kirchnerismo: una dura, intransigente, y otra más lavada y comprensiva.

Pero esta columna comete el difundido error de llamar kirchnerismo a una hegemonía cultural muy anterior a la existencia de esa línea política agonizante. Es esa hegemonía -y no lo que se conoce como kirchnerismo- la que terminó por colonizar el discurso de la nueva fuerza que antes era opositora y a partir del 10 de diciembre deberá ejercer el poder. Una hegemonía que desde la década de 1990 en adelante ha establecido la agenda de lo que debe o no debe pensarse en materia de economía, seguridad, derechos humanos, corrupción, relaciones exteriores, religión, violencia doméstica, etcétera. Y que hasta el día de hoy no ha encontrado límites a su voracidad ideológica.

Los pocos dirigentes que alguna vez la contradijeron sufrieron el escarnio y la demonización. El resto, o se plegó a ella con mayor o menor convicción (y ahí reside la clave del inicial éxito político de los Kirchner), o terminó absorbiendo sus ideas con el argumento tramposo de que no se puede ir contra el espíritu de los tiempos, o aquel otro, más cómodo, de que "a nadie le interesan las explicaciones".

Por lo tanto, no se puede hablar ya de privatizaciones, ni discutir los planes sociales, ni usar la palabra "derecha" ni llamarse liberal o conservador, ni sospechar de la noción de "género", ni rechazar el matrimonio entre homosexuales, ni vetar la legalización de la droga o el aborto, ni reclamar una mirada histórica equilibrada sobre la violencia en los años "70, ni, mucho menos, pedir prisión domiciliaria para los octogenarios procesados o condenados por crímenes de lesa humanidad. Esto último hizo el lunes pasado el diario La Nación en un editorial que desató un insólito vendaval de recriminaciones en las redes sociales, incluso de parte de sus propios periodistas, que a toda velocidad se apresuraron por aclarar que ellos no habían roto con la hegemonía imperante. Algo que, con valientes excepciones, también hicieron varios dirigentes e intelectuales afines a la coalición triunfadora.

Si la idea pregonada es cambiar, tal vez las prioridades deban modificarse. El nuevo gobierno podrá modernizar la gestión pública, dar conferencias de prensa, estabilizar la inflación, levantar el cepo y relanzar el crecimiento genuino. Y estará bien que lo haga. Pero si sus dirigentes o intelectuales no se animan a liberarse de aquella hegemonía cultural, el cambio habrá sido en vano y perderá todo sentido. Será apenas otra variante en la interminable historia del gatopardismo nacional.

 

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