Mirador político

A como dé lugar

El triste espectáculo tucumano puso en evidencia que hay dirigentes convencidos de la necesidad de conservar el poder a cualquier precio, aunque sea el de la propia deslegitimación. Bien mirado el escándalo es un servicio a la democracia porque exhibir el fraude expone a quienes lo practican o toleran y pretenden escudarse en la voluntad popular.

De manera involuntaria el gobernador tucumano José Alperovich le prestó un servicio a la democracia y a la república con el reciente escándalo electoral en su provincia. Lo que ocurrió no puede ser considerado aisladamente como episodios de picardía, clientelismo o patoterismo electoral, sino como el complemento imprescindible de la corrupción más amplia que se instaló a cara descubierta desde hace por lo menos 20 años en la vida pública.

El triste espectáculo tucumano puso en evidencia que hay dirigentes convencidos de la necesidad de conservar el poder a cualquier precio, aunque sea el de la propia deslegitimación.

Bien mirado el escándalo es un servicio a la democracia porque exhibir el fraude expone a quienes lo practican o toleran y pretenden escudarse en la voluntad popular. Muestra que el asalto al poder con cualquier procedimiento se volvió una costumbre aceptada en silencio y con indiferencia por gran parte de la sociedad y justificada sin pudor por sus beneficiarios.

Que una parte de la dirigencia -la oficialista, obviamente-, de los medios y hasta la propia presidenta de la Nación, no condenen esas manipulaciones y la represión de quienes las denunciaron, muestra que la legalidad y la democracia son valores sostenidos sólo de forma retórica. El partidismo que justifica cualquier atropello es la única realidad y mostrar esa situación, aunque no se haya tenido la intención, es un bien que se hace a la educación cívica general.

La adulteración del voto -cualquiera sea la variante que adopte-, la quema de urnas, el fraude en la carga de datos, la compra o trueque, las urnas "embarazadas", etcétera, refleja la inescrupulosidad de la dirigencia y no se diferencia de los negociados con las obras públicas, ni de la persecución de quienes pretenden investigarlos o de quienes exigen que los políticos rindan cuentas.

No resulta arbitrario relacionar hechos que pueden parecer heterogéneos como las concesiones de obras multimillonarias a una sola empresa y la alteración de los resultados electorales. Y no lo resulta cuando se tiene presente que la clase política se ha apoderado del Estado y lo usa con fines de enriquecimiento y autosucesión. La corrupción económica sustentada desde la política termina necesariamente en corrupción de la vida política, de la dirigencia y de los mecanismos de acceso al poder.

Las elecciones constituyen el momento crítico de este sistema, en particular, cuando el populismo deteriora la economía y el electorado que toleró las prácticas ilegales sin inmutarse porque tenía dinero en el bolsillo, empieza a reclamar un cambio. Es en este punto que el continuismo entra en zona de peligro y se impone la consigna de ganar "a como dé lugar". Todo lleva a pensar que eso es lo que pasó en Tucumán y bien podría ocurrir en la provincia de Buenos Aires.

Resultó sintomática la reacción del peronismo en el Congreso ante los pedidos de condena de la violenta represión tucumana. La mayoría oficialista se negó a reprobar el abuso policial y cínicamente culpó a los opositores de haber desencadenado la lluvia de palazos y balas de goma que aplicó la policía "brava" del gobernador. Avaló con esa actitud un retroceso a los tiempos del conservadorismo más rancio y autoritario. Una curiosidad más del progresismo nativo.