El fin de una larga tradición cultural

Una serie de obras recientes analiza el papel de los editores de libros ante el avance de la tecnología. Roberto Calasso y Beatriz de Moura aportan reflexiones sobre el ocaso de una profesión en la que hicieron historia. Un ensayo local sobre Arturo Peña Lillo rescata al editor como constructor de catálogos.

La tecnología recorre el mundo como un vendaval. A su paso esparce las semillas de una nueva era, pero también deja ruinas y desolación. Industrias enteras de la cultura y la comunicación padecen su amenaza: las discográficas, el periodismo, las editoriales. Una larga tradición se encuentra en entredicho y medita su futuro. Pero, ¿habrá futuro después de las tablet y los ebook? ¿Y cómo será?

Una feliz coincidencia depositó en las librerías locales cuatro libros que intentan aportar respuestas a esas preguntas inquietantes, respuestas que llegan desde el punto de vista de la -también amenazada- profesión del editor literario.

En la colección de ensayos y artículos titulada La marca del editor (Anagrama, 176 páginas), Roberto Calasso apela a su vasta experiencia al frente de sello italiano Adelphi para recuperar el papel del editor a la vieja usanza. Aquel a quien compara con un artista que construye su catálogo con la dedicación que un pintor pondría en un cuadro, o un escritor en una novela. Ni empresario, ni gerente, ni autócrata.

El editor, según Calasso, demuestra ese arte en "la capacidad de dar forma a una pluralidad de libros como si fueran los capítulos de un único libro", sin dejar de ocuparse de la apariencia y la presentación de esos volúmenes. He ahí su marca.

La virtud suprema de ese tipo de editor está en el juicio, sostenido por lecturas abundantes, y su mayor capital reside (o residía) en un catálogo a la vez personal y coherente. "¿Qué es una editorial -se pregunta Calasso- sino una larga serpiente de páginas? Cada segmento de esa serpiente es un libro". Y más adelante: "Un libro equivocado (en el catálogo) es como un capítulo equivocado (en un libro)".

La función misma del editor así definido es la que se encamina a desaparecer con las nuevas tecnologías, advierte. De árbitro cultural y guía de lecturas quedará convertido en "mísero obstáculo", en "estorbo". Lo vencerán la inmediatez y la "accesibilidad inmediata a todo". En ese mundo de pantallas de información interconectada, el libro físico dejará de existir y con él se irá el editor cuyo "juicio" incidió en su fondo y, sobre todo, en su forma.

El pesimismo de Calasso, un pesimismo que, podrán alegar los críticos, se basa en la defensa de un interés sectorial, deja margen sin embargo a una mínima esperanza. En el ensayo titulado "Faire plaisir" se pregunta por las tareas que le quedarán al editor del futuro. Y responde en francés: faire plaisir (dar placer) a lo que llama "tribu dispersa de personas" que buscan "algo que sea literatura, sin calificativos, que sea pensamiento, que sea investigación (también éstos sin calificativos), que sea oro y no latón, que no tenga la inconsistencia típica de estos años".

Ese último concepto fue el que retomó Beatriz de Moura en una conferencia que pronunció en 2013, casi a modo de despedida de Tusquets, la editorial que fundó en 1969 y dirigió durante 45 años. Y esa conferencia fue, a su vez, el disparador de Por el gusto de leer (Tusquets, 296 páginas) la extensa entrevista convertida en libro que el periodista y ex editor español Juan Cruz Ruiz dedicó a De Moura, otro ejemplar de esa especie de editores que parece encaminarse a la extinción.

Salpicado de anécdotas y de los entretelones de un oficio desconocido para el gran público, Por el gusto de leer traza en De Moura la semblanza de una editora orgullosa -ella también- del catálogo que logró formar a base de lecturas intensas y de la ayuda de colaboradores de lujo, como Sergio Pitol, Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater, Jorge Wagensberg o Héctor Bianciotti, entre otros.

En la Barcelona efervescente de comienzos de la década de 1970, tras la estela de Carlos Barral (Seix Barral) y a la par de Jorge Herralde (Anagrama), De Moura logró estampar en el sello que fundó esa "marca" de la que habla Calasso. Lo edificó con una inicial orientación ácrata (tolerada, curiosamente, por el franquismo agonizante).

Evolucionó en el decenio posterior hacia la edición de literatura internacional de calidad con algunos éxitos rutilantes, como El amante de Marguerite Duras, y lo condujo desde los años "90 a la triunfal publicación de autores españoles o latinoamericanos, como Jorge Semprún, Almudena Grandes, Luis Sepúlveda o Javier Cercas (de los últimos dos terminó separándose). Una época consagratoria pero también de crisis por exceso de publicaciones.

ADIOS GUTENBERG

La protagonista de esa trayectoria es quien, al igual que Calasso, lamenta el advenimiento de una era "ajena ya casi del todo a la de Gutenberg" y se pregunta, incluso, si todavía es gratificante contar a los demás las propias lecturas: "¿sigue siéndolo cuando una inmensa mayoría de quiénes antes te gratificaban se alza de hombros, vuelve la mirada hacia su tableta, smartphone o videojuego de turno y sigue deslumbrado por la luz metálica que irradia?".

Sin embargo, no todo le parece perdido. En la conferencia de 2013 que se reproduce íntegramente como apéndice de Por el gusto de leer, De Moura fijó su esperanza en el trabajo de los pequeños editores y en la supervivencia de los sellos literarios dentro de los grandes grupos editoriales mundiales.

Ese tipo de emprendedor es el que rescatan Leandro de Sagastizábal y Alejandra Giuliani en Un editor argentino: Arturo Peña Lillo (Eudeba, 176 páginas). Prolijo ensayo biográfico del que surge la imagen de Peña Lillo (nació en Chile en 1917 y murió en Buenos Aires en 2009) como otro de los editores de antaño a los que se reconocía por la línea coherente del catálogo que publicaban.

En su caso, con los sellos ALPE y A. Peña Lillo editor, se trató de un fondo editorial poblado desde mediados de la década de 1950 por ensayos históricos y políticos ligados en principio al revisionismo y al nacionalismo católico (su primer éxito fue la Historia de la Argentina, de Ernesto Palacio), en el que luego dio espacio a la llamada "izquierda nacional" representada en el prolífico Jorge Abelardo Ramos, al nacionalismo popular de Raúl Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche (acaso su máximo best seller), y por último a la izquierda peronista que encarnaban las obras de Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Duhalde, ya tiznadas de marxismo.

Esos rasgos se manifestaron con claridad en la colección La Siringa (1959-1966), que se especializó, según el propósito expreso de Peña Lillo, en ediciones de gran tirada a precios económicos sobre política argentina y latinoamericana, su historia, economía y arte. Todo bajo el designio de una sola persona. "ƒl editor asume el protagonismo...-apuntan De Sagastizábal y Giuliani acerca de ese hito-. El seleccionará autores que escribirán especialmente para La Siringa, él decidirá cuáles son los problemas relevantes que hay que desmenuzar, él colaborará así con el proceso de inclusión de Latinoamérica en el nosotros de los argentinos".

Un editor argentino: Arturo Peña Lillo forma parte de la flamante colección "La vida y los libros" que la editorial Eudeba dedica a los "diferentes aspectos de la profesión de editar". El segundo volumen publicado en esa línea es Manual de supervivencia para editores del siglo XXI (Eudeba, 144 páginas) y pertenece a Fernando Estéves, un especialista en el tema. Balance apasionado y minucioso de los peligros y oportunidades que se ciernen sobre el sector, el Manual...finaliza con una recomendación inapelable ante cambios tecnológicos que su autor juzga irreversibles: "lo primero que debemos hacer "los editores del siglo XX" es dejar de sacralizar el papel".