El gran drama humano de la guerra

En "Los cañones del atardercer", que cierra su monumental trilogía bélica, Rick Atkinson, encontró una manera original de contar el último año de la campaña aliada contra el nazismo. La obra deslumbra por su lograda aproximación al combate y a los combatientes.

Con Los cañones del atardecer (Crítica), de reciente publicación en nuestro país, el periodista e historiador estadounidense Rick Atkinson cierra la Trilogía de la Liberación, una colosal historia de la Segunda Guerra Mundial centrada en las campañas aliadas del norte de Africa, Italia y, en el último volumen, el noroeste de Europa.

Un claro mérito de Atkinson, que se aplica a la trilogía entera pero en especial al tomo que la concluye, es el de haber encontrado un método original de contar hechos que ya han sido relatados en decenas de libros anteriores, a veces por historiadores notables como John Keegan, Max Hastings o, más recientemente, Antony Beevor. Su tardía aparición, entonces, no opaca el aporte indudable que hace a la bibliografía sobre el tema.

Los cañones... se ocupa del último año de la guerra en Europa contra el nazismo. A lo largo de 1.112 páginas (que incluyen un cuadernillo de fotos y 28 mapas de gran calidad) Atkinson conduce al lector desde la gélida mañana londinense del 15 de mayo de 1944 en que los máximos jefes militares aliados presentaron la versión final de la Operación Overlord, hasta los primeros días del mayo siguiente, en 1945, cuando los delegados del régimen nazi capitularon en Reims, Francia.

En ese formidable recorrido, cargado de ruido y de furia, Atkinson se muestra como un narrador notable y no exento de cierto lirismo, interesado siempre en el detalle pertinente y el dato de color, aunque sin descuidar la mirada general de una epopeya de proporciones continentales.

MIRADA INTIMISTA

Su visión no es la de un analista de fenómenos abstractos o grandes procesos subterráneos. Admirador confeso de Bruce Catton y Shelby Foote, los principales historiadores modernos de la guerra civil estadounidense, Atkinson, al igual que ellos, posa su atención en los hombres, sean grandes generales o soldados rasos, y a partir de ellos hilvana un vasto relato intimista que crea la ilusión de revivir el pasado, y en cuyo desarrollo el cómo tiene mucha más importancia que el por qué.

¿Cómo consigue ese efecto? La clave está en las fuentes. En una entrevista concedida el año pasado a este diario respondió a esa pregunta de este modo: "Digamos que pasar años en distintos archivos paga buenos dividendos". Su libro lo confirma. La trabajada sensación de cercanía que transmiten sus páginas deriva de los materiales que las inspiraron: diarios y cartas personales, informes posteriores a los combates, interrogatorios oficiales a soldados propios o enemigos capturados, historias orales, registros de unidades, documentos confidenciales, anotaciones descartadas de otros historiadores, memorias inéditas, etc.. Un tesoro documental desperdigado por decenas de instituciones públicas o privadas de Europa y Estados Unidos que Atkinson revisó con paciencia oriental en busca de la estadística reveladora, la cita llamativa o el rasgo pintoresco.

Con ese material, al que agrega la monumental bibliografía existente, empezando por los aportes de autores veteranos como Chester Wilmot, Alan Moorehead o Cornelius Ryan, Atkinson recrea el gran drama de la guerra europea. Sin detenerse mucho en los detalles operativos y con preferencia por las acciones de las tropas estadounidenses, arranca su libro con el desembarco en Normandía, en el norte de Francia, y el estancamiento que siguió al avance inicial en ruta hacia París.

Tal vez porque ya fue contada innumerables veces, la toma de Caen le interesa menos que la de Cherburgo, mientras que la ruptura final norteamericana de las líneas alemanas en la Operación Cobra ocupa más espacio que los repetidos y fallidos intentos británicos de quiebre.

A diferencia de historias similares, relata con minucia el olvidado desembarco aliado en el sur de Francia (la Operación Dragón) y destaca las batallas de Aquisgrán, Metz y el bosque de Hürtgen, las tres libradas por estadounidenses como prólogo a la contraofensiva alemana de las Ardenas, el mayor revés militar norteamericano en Europa (sufrió la captura de 7.000 soldados) y a la vez una gesta que el general George Patton comparó con la de Gettysburg, de un siglo antes.

Algunos grandes personajes castrenses sirven de guía del relato. Atkinson los va presentado como actores que entran en escena. En primer lugar, el comandante supremo aliado, Dwight Ike Eisenhower, prototipo del militar humilde, encantador y diplomático, "el mejor político entre los generales", según el presidente Franklin Roosevelt. Y a la vez un fumador empedernido y un hombre inseguro, asediado por las dudas sobre su capacidad para ejercer la enorme responsabilidad que le habían conferido.

Luego, el general y más tarde mariscal británico Bernard Montgomery, Monty, pura vanidad y egolatría, pero también dotado de disciplina y genio táctico. Durante toda la guerra fue un crítico feroz de los norteamericanos, en especial de su jefe, Ike, al que menospreciaba y nunca toleró del todo como superior ("Eisenhower es completamente inútil...Es total y absolutamente inútil", llegó a decir).

A la par de Monty, Omar Bradley, un norteamericano criado en el campo, abstemio, buen tirador y amante de la caza, idealizado por la prensa pero rechazado por sus pares debido a su meteórico ascenso. "Un tipo sumamente mediocre", decía de él Patton, el más famoso de los grandes comandantes norteamericanos, y también el más audaz y decidido.

"Aparentemente hay dos tipos de soldados triunfadores -escribió en una carta a su hijo-. Los que triunfan sin hacerse notar y los que triunfan haciéndose notar. Yo soy de este segundo tipo". Patton parecía sentir una conexión mística con la guerra y los guerreros del pasado (al ocupar Trier y ver el antiguo anfiteatro romano confió a su diario que "podía oler el sudor de las legiones"), y no le encontraba sentido a los tiempos de paz. "Me encanta la guerra...La paz será un infierno para mí", advirtió en una carta a su esposa.

Y en mayo de 1945, cuando los cañones habían callado en Alemania, murmuró al oído de un asistente: "Me pregunto cómo serán los ríos en Japón. Mira a ver si puedes conseguir algunos mapas del territorio de Japón".

El autor retrata con maestría a estos grandes capitanes, así como a sus principales adversarios alemanes (Rommel, Von Rundstedt, Kesselring), y sigue a unos y otros en sus momentos de gloria o desastre. Husmea en sus diarios, en sus cartas o en sus memorias, y los sitúa en sus cuarteles, o en la línea del frente, para mejor registrar cómo planificaban una ofensiva, reaccionaban ante una victoria o una derrota, o se peleaban por destacarse. 

Pero los verdaderos protagonistas del libro son los soldados. Al correr de las páginas Atkinson se esfuerza por absorber el punto de vista del combatiente y transmitir la experiencia sensorial del campo de batalla, con su estrépito, su confusión y hasta sus olores ("el olor del gas del tubo de escape de los vehículos diésel, el olor a cordita, a yeso mojado, a montones de estiércol y a los cuerpos putrefactos de los animales que habían dejado morir").

Lo hace en las atiborradas lanchas de desembarco que avanzaban hacia las playas de Normandía; en el desquiciante territorio del bocage normando, que ya había fastidiado a Julio César y resultó ideal para la defensa alemana; durante la desastrosa Operación Market Garden en Holanda; en los bosques congelados de las Ardenas; en el dificultoso cruce del Rin, y en el apuro final por llegar al corazón de Alemania, pero nunca antes que los rusos, que se aproximaban desde el este.

Registra así con toda elocuencia el espanto de la guerra en frases como la del soldado que escribió a su familia: "Si me matan y voy al infierno no puede ser peor que un combate de infantería". O la de aquel otro, desesperado por el crudo invierno de 1944-45: "Si el suicidarse no fuera en contra de la tradición familiar, lo haría, pues allí donde fuera estaría más caliente que aquí".

Sin discusión el infante se llevaría la peor parte de la matanza. En diciembre de 1944 el 83% de todas las bajas del Ejército estadounidense habían correspondido a la infantería. Y la sangría iba a durar hasta el final mismo del Tercer Reich: en abril de 1945 murieron en acción 10.677 norteamericanos en territorio europeo, casi tantos como en junio de 1944.

Si bien adolece de una carencia casi absoluta de espíritu crítico o revisionista sobre aspectos oscuros de la campaña que narra (en concreto, consigna pero no indaga en las tres veces que el alto mando aliado decidió detener o desviar sus fuerzas para no proseguir con un avance que bien podría haber acelerado el final de la guerra), Los cañones del atardecer es de todos modos una obra indispensable para conocer o repasar el fin de la Segunda Guerra Mundial y un modelo de escritura histórica a la vez documentada y entretenida.